El vagón estaba tan lleno como de costumbre, pero tras algún que otro empujón conseguí salir al andén. Los pasillos del metro estaban inundados de caras anónimas que ya estaba acostumbrado a ignorar. Caras de otras personas, ajenas, impenetrables. Caras con historias que jamás se mezclarán con la mía. Los que os hayáis detenido a mirar esas caras sabéis perfectamente de qué hablo. Caras como fotografías, sólo un rostro en silencio, que oculta una vida completa pero que no está dispuesta a desvelarla. Sentimos a veces ese prúrito, ese impulso, de burlar al destino y agarrar a ese rostro y retenerlo para convertirlo en persona, zarandearlo para que nos cuente su historia, todo lo que queremos saber e ignoramos. Cuando no lo hacemos, que es casi siempre, vemos como el rostro se pierde para siempre en la marea del tiempo. Se borra y desaparece, como si nunca hubiera existido. Tan potente es el olvido como la propia muerte, y por eso, en el fondo, luchamos contra ambos con todas las fuerzas que nos da nuestra escasa vida.
Al salir al pasillo principal empezó a flotar en el ambiente una música de organillo digital en la que se reconocía una popular sintonía de copla. La voz de una mujer, indescifrable bajo los propios acoples del altavoz, cantaba la letra con un perceptible acento del este, convirtiendo aquella cantinela en una pieza de lo más exótico, por el mestizaje casual. Una copla en ruso: el resultado de una globalización obligada. Tan casual y tan poético, tan efímero y tan poco trascendente que casi podríamos hablar de belleza...
En las escaleras mecánicas, me agolpé con una jauría de personas, o más bien de codos, de cuerpos informes que se acumulaban en línea para subir. Concentrado en hacer fuerte mi posición, me sorprendió una mano que me agarraba con fuerza y sin mediar palabra. Una mano que se sujetaba a la mía con confianza, con determinación. Era una niña de seis años que compartía el escalón conmigo y que, mientras se miraba a los pies para no tropezar con los escalones, me confundió con su padre, que seguramente era el tipo que estaba delante de nosotros. Miré a la niña, que todavía se miraba los pies, mientras me sujetaba la mano, y dejé pasar un larguísimo segundo sin atreverme a llamar su atención. No supe que hacer. Permanecí literalmente desarmado. Aquel momento, más que gracioso, me pareció casi mágico.
Pasó una docena de segundos sin que la niña se percatase de su equivocación. Doce segundos de congelación, de completo silencio, en el que miré a la niña varias veces, sin saber bien cómo abordar la situación. Permanecí inmóvil en mi escalón, pegado a ella, mientras la escalera mecánica continuaba avanzando. Casi al llegar al final del tramo, la niña levantó la mirada y comprobó el error. En el tumulto, había confundido mi mano con la de su padre. Estaba sujeta a la mano de un completo desconocido, de un barbudo extravagante, pero no se asustó, en absoluto. Nuestras miradas se cruzaron y al momento los dos reaccionamos. Simplemente nos soltamos sin decir nada y la niña subió al siguiente escalón para alcanzar a su verdadero padre.
Efectivamente, existe algún tipo de relación entre la poesía y el error. Las equivocaciones, igual que las mentiras, tienen algo que las emparienta con los trucos de magia. Crean la ilusión de que está sucediendo algo que en realidad no es verdad. Durante aquel momento, yo viví aquella equivocación, mientras sujetaba la mano de aquella niña. Os parecerá una chorrada, pero durante el tiempo que la niña tardó en darse cuenta, yo fui su padre. Luego, como siempre, ya vino la verdad para disolver el sueño.