miércoles, 3 de noviembre de 2010

EL DESAFÍO

El tipo estampó un euro sobre la mesa y me miró desafiante. No puedes hacerlo, me dijo, y señaló con los ojos su reluciente moneda. Yo la recogí con cuidado. La sujeté con dos dedos, como si intentase adivinar qué era lo que diferenciaba aquel euro de todos los demás euros del mundo. Estaba borracho, pero pensaba que no lo suficiente para fallar. Es más, pensaba que, de algún modo, el alcohol podía mejorar mi puntería, así que saqué el revolver y lancé la moneda al aire. Bang, bang. Los nudillos contra la puerta sonaron exactamente igual que los dos disparos. Era la policía, que venía a detenerme por homicidio involuntario, y mientras me sacaban esposado de mi apartamento pude ver como dos enfermeros bajaban una camilla por las escaleras con el cadáver de mi vecina de arriba.

domingo, 31 de octubre de 2010

LIMPIAR A UN MUERTO.


Ahora no es más que una anécdota graciosa para contar en un bar, pero os aseguro que cuando sucedió no tuvo ninguna gracia. Fue en agosto del 83, y si recuerdo tan bien la fecha es porque fue uno de los veranos más calurosos que se recuerdan. Los viejos se morían en sus casas sin aire acondicionado y la ciudad entera apestaba a podredumbre. Los higos fermentaban bajo las higueras y se maceraban al sol, impregnándolo todo con un hedor dulce a fruta madura y caliente que daba náuseas e invocaba a todos los insectos de la comarca. Las aceras parecían untadas de mermelada de higo que se pegaba a la suela de los zapatos. Era asqueroso.
Yo debía de llevar un par de meses trabajando en la funeraria cuando nos llamaron para un trabajo de rutina: había que ir a recoger un cadáver a una casa del casco viejo y llevarlo al tanatorio. Nada que no hubiéramos hecho antes. Pan comido.
Por aquel entonces, la zona vieja era un lugar impracticable que nada tiene que ver con la amable zona turística en la que se ha convertido ahora. Lo que ahora es encanto, entonces era suciedad. Lo que ahora es exótico antes era peligroso. En aquella época, la mitad de las casas de la zona vieja estaban desahuciadas y la otra mitad la habitaban yonkis, putas y ancianos, así que pasear por allí era bastante parecido a una película de zombies.
Llegamos a una de esas calles angostas que huelen a orín. Nos bajamos del reluciente coche de empresa, con nuestros trajes elegantes, de riguroso luto, con gafas de sol y perfectamente afeitados. A pocos metros, una docena de quinquis nos miraba fijamente y tomaba buena nota de nuestra presencia. Imagino que si no nos atracaron fue porque no creían que existieran dos tipos tan tontos como para meterse en el barrio en un cochazo y así vestidos, y les cuadraba más que fuéramos dos narcos que iban a cerrar un negocio o dos asesinos a sueldo a punto de apiolar a un chivato.
La dirección que nos indicaron se correspondía con una puerta oxidada que parecía no haberse abierto en décadas, pero que se abrió sin esfuerzo al empujarla. Nos adentramos en las oscuras entrañas del edificio y subimos por una estrecha escalera de madera, que parecía tan peligrosa como antigua y que se quejaba con chirridos cada vez que la pisabas, como si los escalones fueran a desmoronarse conforme los ibas pisando. Era un quinto piso, y si conocéis la zona vieja no necesitaréis que os diga que en aquel lugar un ascensor es tan extraño como un acelerador de partículas.
Nos abrió una viuda anciana y encogida que nos metió a empujones en su oscura ratonera mientras sollozaba algo incomprensible. Mi compañero y yo tuvimos que agacharnos para poder entrar y la casa entera parecía menguar a medida que avanzábamos. Todo el lugar apestaba como un desván cerrado, como si en el aire estancado ya no quedase nada de oxígeno, después de tanto tiempo de haber sido respirado una y otra vez, una y otra vez. Podías sentir que ese mismo aire que inhalabas había estado antes dentro del cuerpo de la vieja y del de su difunto marido, y por mucho que respiraras tenías la sensación de ahogarte.
La habitación del muerto estaba al fondo. Por aquel entonces yo todavía no lo sabía pero, al parecer, cuando el enfermo ha estado tomando una medicación muy fuerte, algunas sustancias químicas pueden causar estragos en su organismo y en ocasiones, al morir, esas sustancias reaccionan acelerando la descomposición de los tejidos: el calor puede hacerlas fermentar en el interior del cuerpo, corroyendo los órganos internos hasta disolverlos por completo. Nuestro amigo debía de haber recibido la dosis más alta, porque su cuerpo entero se había hinchado como un pastel en el horno. ¿Os acordáis de lo que ocurría en aquellas películas de serie B cuando a un astronauta se le rompía el casco? Pues así tenía la cara nuestro amigo. Era lunes y nadie había podido recoger el cadáver desde el sábado, así que ya debía llevar casi cincuenta horas macerando. Debajo de una espesa manta, a cuarenta grados de temperatura, el colega se había estado cociendo lentamente en su jugo.
Lo agarramos por la cabeza y por los pies, y al pasar su cuerpo a la camilla, toda la masa se comportó como lo hubiera hecho una enorme bolsa de agua caliente. Cuando le amarramos las cinchas para agarrarlo tuvimos cuidado de no apretar mucho por miedo a que reventase por algún lado. Era como apretar una cuerda alrededor de un globo. Lo sacamos de la casa como pudimos y empezamos a bajarlo por las escaleras. Yo me coloqué delante para poder guiar, y con lo inclinada que estaba la condenada escalera, teníamos que llevar la camilla prácticamente en vertical.
Conseguimos librar los primeros tramos, pero conforme bajábamos, comprobábamos que la escalera se iba haciendo cada vez más estrecha. Os parecerá que exagero, pero en serio, comprobadlo vosotros mismos: en los edificios antiguos, la escalera se va estrechando cada vez más, como si fuera un enorme embudo. Cada vez era más difícil girar la camilla al cambiar de tramo y cada vez teníamos que inclinarla más. A la altura del tercero tuvimos que poner la camilla completamente de pie para poder girarla. En el momento más delicado, cuando pasábamos sobre la barandilla, el cuerpo se resbaló por debajo de las cinchas y el muerto se cayó de golpe sobre mí, tirándome escaleras abajo. Al instante se escuchó un ruido sordo, como si alguien hubiera reventado de golpe un envoltorio de burbujas, pero antes de que terminara de sonar se escuchó otro ruido todavía más desconcertante. Un sonido líquido, como si alguien hubiera arrojado un cubo de agua escaleras abajo.
El muerto había explotado sobre las escaleras, sobre las paredes y sobre mí. Había explotado sobre el jodido techo y goteaba por los escalones hasta llegar al portal. Todo el cuerpo se había deshecho en aquella catarata macabra. Me miré y después miré a mi compañero. Los dos estábamos completamente cubiertos de muerto. Él se puso a vomitar y yo de pronto tuve un ataque de pánico por la posibilidad de que algún vecino entrase en el portal en ese momento y viera todo aquel desastre, así que subí corriendo los escalones mientras pensaba qué diablos decirle a la viuda. ¿Qué se le dice a una anciana cuando uno acaba de destrozar el cadáver de su marido? Golpeé la puerta y escuché sus pies arrastrándose por el pasillo. Me pasé la mano por la cara para quitarme de encima aquel líquido pegajoso, como si aquello pudiera mejorar en algo mi aspecto. Escuché el chirrido del pasador al abrirse y vi la expresión de la vieja al mirarme. “Disculpe señora, ¿podría usted dejarme una fregona?”

martes, 12 de octubre de 2010

12-S

Me pasé muchos meses estudiando aquellas torres. Lo sabía todo de ellas. Sabía más incluso que los propios arquitectos. Sabía, por ejemplo, que estaban diseñadas para absorber el impacto de un avión comercial, pero que los estudios no habían tenido en cuenta que los aviones van cargados de combustible. Un avión comercial tiene capacidad para más de 20.000 litros de queroseno, y el queroseno tiene una temperatura de combustión de más de 800ºC, lo que provocaría que las gruesas vigas de acero de la estructura central de los edificios se fueran derritiendo poco a poco. Se caerían, si. Vaya si se caerían.

En realidad, el plan era genialmente sencillo: sólo había que subirse a un avión, secuestrarlo y tomar los mandos, cambiar el rumbo y estrellarse en medio del edificio. No había que colarse dentro vestido de empleado de la limpieza, ni falsificar ninguna identificación. Tampoco había que construir ninguna bomba. Era tan simple que ni siquiera se les había ocurrido. Un golpe gigante, tan bestial que era imposible de evitar. Así, a saco. De cabeza contra el corazón del Imperio.

Lo tenía todo pensado, hasta el más mínimo detalle. Los horarios de las compañías, el número de azafatas, los mecanismos de seguridad del avión. Todo estaba preparado para el día 12 de Septiembre. Ese día ardería el cielo. ¿Cómo creéis que me sentí al día anterior, cuando lo vi todo en la televisión? Esos hijos de puta se me habían adelantado.

P.D.: Dedicado a todas aquellas personas a las que alguna vez les han robado una idea, fuera buena o mala.

martes, 5 de octubre de 2010

EL CUMPLEAÑOS

La chica había mencionado al entrar algo acerca de un cumpleaños al día siguiente. “Genial -pensé yo, tratando de no hacer ruido en el pasillo a oscuras- mañana lo celebraremos” y creo que justo después tiré alguna cosa de alguna estantería, de camino a su cuarto. Haciendo repaso, si que me parece recordar que escuché algún ruido sospechoso por la mañana, quizá la sensación de que alguien se levantara de la cama y la luz del sol colándose entre las rendijas de la persiana. Quizá recuerdo haberme dado cuenta de que ya no estaba abrazado a nadie, y quizá algún murmullo sordo en el salón, pero lo que definitivamente me hizo recobrar la consciencia fue la voz estridente de una niña pequeña, que gritaba justo a mi lado “Mamá, aquí hay un señor en el suelo!”.

La chica ya no estaba en la habitación, yo me había caído de la cama y efectivamente estaba en el suelo, envuelto en el edredón, y de pronto entendí la razón de aquel intenso murmullo que había estado sonando todo el rato en mi cabeza: al otro lado de la puerta se escuchaban las voces de cientos, quizás miles de niños pequeños. Niños de afilados incisivos, soplando sus matasuegras y cantando cumpleaños feliz.

Yo no llevaba puestos los pantalones, así que decidí no reaccionar a la voz de la niña. Permanecí agazapado debajo del edredón, temiendo por mi vida unos segundos que parecieron horas. Al otro lado de la espesa capa de plumas del edredón podía sentir la mirada láser de la niña, perforando cada átomo, examinándome en busca de algún movimiento que me delatara. Unos tacones de mujer entraron en la habitación y respondieron a la niña con una voz desconocida, “ese es Moncho. Déjale dormir”, y mientras tanto la arrastraba del brazo hacia el salón, y lo más sorprendente para mi no fue que la madre supiera mi nombre, sino que diese por supuesto que aquel único dato bastaba para explicarle a una niña de seis años porqué había un hombre aparentemente muerto en el suelo de la habitación, al mediodía, durante su fiesta de cumpleaños.

lunes, 4 de octubre de 2010

NUESTRAS PROMESAS SON REALIDADES

Pasaba por allí cada día para coger el autobús del colegio, así que mi infancia fue una obra permanente. En tercero me enganché la cazadora nueva en una de las vallas de aluminio y rasgué la manga, así que me tiré todo el curso con un parche remendado sobre el codo que rezaba algo sobre el ski. Winter Sports o algo así. Huelga decir que yo no he hecho ski en mi vida.

En invierno, el suelo de tierra de la obra se convertía en un pantano, plagado de pequeñas lagunas en la arena, un ecosistema de marismas en el que evolucionaban las grúas y las excavadoras y que cambiaba tanto de un día al siguiente que cada vez que pasabas por allí tenías que reinventar de nuevo el camino.

La obra continuó paralizada hasta que cumplí los 18. Hasta hace bien poco, sobre una pequeña colina de arena aún se alzaba majestuoso un viejo cartel metálico, raído y oxidado, con una de aquellas fotos que no parecían fotos del todo, porque eran simulaciones de ordenador, en las que anunciaban como quedaría la zona después de la reforma. En ella podían verse elegantes edificios y zonas ajardinadas, y había un mercedes aparcado y una mujer cruzaba empujando un carrito de bebé. Bajo la fotografía todavía podía leerse un lema tan rotundo como irónico: "nuestras promesas son realidades".

Hoy han derribado las casas abandonadas donde me paraba a mear, y han quitado la escalera llena de musgo por la que subía arriesgando el pellejo, y el banco del lateral en el que una vez besé a una chica, y el soportal oxidado en el que una vez me atracó un yonki, y pronto quitarán el esqueleto gigantesco de la vieja fábrica y pondrán un bonito parque y edificios nuevos, como habían prometido, con la piedra lavada y el acceso amable y quitarán toda aquella mierda y reformarán la zona. Ahora, aquel lugar infecto estará mucho mejor.

¿Cómo voy a explicarles esta nostalgia absurda que me hace pensar que me han jodido mi lugar infecto, que me han robado el musgo y que me cago en todos los cambios? A medida que el mundo se desmorona van construyendo otro nuevo, y es ese que veías en aquellas fotos que no parecían fotos del todo, porque eran simulaciones de ordenador. Al final sus promesas eran más bien amenazas, y ahora, al mirar, parece que estás dentro de aquella simulación del cartel, y te entran escalofríos al ver lo jodidamente igual que les ha quedado todo.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

EL MEJOR CAMARERO DEL MUNDO

El tipo se pasaba las horas sentado al fondo de la barra, haciendo girar una moneda y mirando mal a los clientes. En todos los años que pasé en su bar, jamás me saludó. Resoplaba de fastidio cuando le pedías una copa, como si te estuviera haciendo un favor... y, qué cojones, eso era exactamente lo que hacía: no sólo se aguantaba las ganas de estamparte la cabeza contra el mostrador, sino que te ponía un gintonic delante sin insultarte siquiera. No te decía lo despreciable que eras, ni lo a gusto que se quedaría borrándote la cara de una hostia, y con eso demostraba mucha más educación de la que tú merecías. Era el mejor camarero del mundo.

Por eso me extrañó comprobar, mientras le descolgaban del techo y le desataban la cuerda del cuello, que su cara lucía una amplia sonrisa: fue la única vez que se le vió sonreír.

EL MANCO

Julián "El Manco" no es de esos tipos a los que uno les puede gastar una broma. Todos a bordo sabíamos que se había cargado a tres tipos y ninguno queríamos ser el cuarto. Su carácter amable y el tono educado de su voz contradecían radicalmente la violenta expresión de su rostro: la cara de Julián "El Manco", cincelada a cuchilladas en todos los bares del puerto, parecía surcada por marcas de arpón, como el lomo de una ballena vieja. A pesar de que se mostraba amigable y divertido con todo el mundo, la tripulación entera sabía que era muy dado a saltarle los dientes de la boca al primero que le tosiera. Todos le tratábamos con el respeto que inspira el miedo, y quizá por eso, en los siete meses que duró la travesía, nadie se atrevió a preguntarle porqué le llamaban El Manco, a pesar de tener las dos manos intactas...

martes, 31 de agosto de 2010

LA PUTA AL RÍO

Hace ya tiempo que vengo pensando en romper la baraja, en quemarlo todo y a la mierda, y tiro la puta al río y ahí os quedáis todos, con un palmo de narices, y por mi que os folle un pez polla.

Me contaron que el señor Vicente solía prepararse un litro de vino cada mañana, para beberlo en el barco durante el día. Una mañana fue al puerto y el barco no pudo zarpar. El señor Vicente se sentó a esperar a que lo repararan y descorchó el vino. Cuando le dijeron que el barco no saldría, él ofreció la botella a los marineros y pronunció su célebre frase: "ahora ya, a joderlo todo". A joderlo todo, como decía Vicente, ha quedado acuñado como refrán al que apelan en mi pueblo en ese tipo de situaciones sin remedio: dentro de la derrota, aún cabe celebrar una pequeña victoria… es una tenue variación del castellano “de perdidos al río”.

Existe también otra expresión ligeramente distinta, y notablemente más gráfica: o follamos todos o la puta al río, que no se utiliza en los mismos casos, pero por ahí les ronda. Esta no se refiere exactamente a una situación perdida, no se resigna a aceptar la derrota, más bien al contrario: ante la amenaza de derrota propone una solución radical, invoca una amenaza extrema: o me dejáis jugar o rompo la baraja y aquí no juega nadie nunca más, que a mi no me conocéis, listillos.

O follamos todos o la puta al río apela a un sentimiento noble: exigir justicia, clamar por la equidad. O todos o ninguno. Si mi amigo no puede, entonces yo no quiero. No se trata del perro del hortelano, que no come ni deja comer. Es ligeramente distinto. Aquí el perro si quiere comer: reclama la parte que le toca bajo la amenaza de destrozarlo todo. Sino es para mi, entonces tampoco para vosotros, cabrones. En este mundo innoble que nos guisamos, hay que decir esta frase cada vez más a menudo.

lunes, 16 de agosto de 2010

...YA SABÉIS LO QUE PASÓ

Dicen que el primer poeta fue el que sintió aquello por primera vez: no era calor ni frío, ni era hambre, ni era sed. Tuvo que inventar una palabra nueva para aquello, así que lo llamó amor. Después intentó buscar algo que lo curase. Me gustaría contaros que no tardó en encontrarlo, pero ya sabéis lo que pasó...

lunes, 2 de agosto de 2010

POBRE DIABLO

Cuando lo encontraron, el tipo llevaba más de seis meses muerto. Nadie le había echado en falta en todo aquel tiempo, y sólo se decidieron a derribar su puerta cuando el olor empezó a hacerse insoportable. Ahora me estremezco al pensar cuantas veces habré entrado en el portal diciendo que allí olía a cadáver, cuántas veces me habré preguntado de dónde salían todas aquellas cucarachas.

Cuando yo llegué, la policía ya había precintado su apartamento, así que no pude ver nada. Los vecinos se arremolinaban en el descansillo. Algunos se tapaban las caras con pañuelos para no respirar aquel olor ácido y nauseabundo, que se hacía cien veces más insoportable cuando sabías que emanaba de un muerto. No es que me hubiera quedado con las ganas de presenciar aquel espectáculo macabro, pero ahora realmente me planteo si hubiera sido mejor verlo que imaginarlo. Ahora que me derretía vivo en mi habitación, a más de cuarenta grados, en uno de los veranos más calurosos que recuerdo, y ante la imposibilidad de dormir, no podía evitar imaginar el estado de aquel cadáver macerado, después de varios meses de cocción a fuego lento, hinchado y podrido, licuado por dentro, mancillado por los insectos.

Una vez escuché la historia de una vieja que vivía sola con un montón de gatos. La vieja había muerto y los gatos se la habían comido entera. Al cabo del tiempo sólo habían encontrado su esqueleto pelado. Pero éste fiambre no tenía siquiera un perro que le ladrase, ni una mala mascota que pudiera devorarle. El pobre diablo se había muerto en Navidades, antes de fin de año: eso quiere decir que mientras todos celebrábamos las fiestas, él estaba muriéndose sólo en su casa, y mientras brindábamos con champán y soplábamos nuestros matasuegras, él ya era un fiambre al que todo le importaba todavía menos que cuando vivía.

A los pocos días de instalarme en aquel edificio ya me advirtieron sobre la presencia de aquel vecino en el entresuelo primera. Me dijeron que era un señor muy mayor al que no le gustaba demasiado la gente, me dieron a entender que había perdido el juicio y más de una vez escuché quejas sobre el olor y discusiones por la basura que acumulaba en su casa. El tipo dejó de pagar la contribución a la comunidad en Noviembre, un mes antes de morir. El presidente llamó a su puerta y el se asomó con la cadena echada. Le dijo que se marchara de allí sino quería que llamase a la policía. Le dijo que no iba a pagarles nada a aquella pandilla de hijos de puta, y que ya bastante le costaba reunir dinero para comer como para gastárselo en gilipolleces, pero añadió que no se preocupara, que no pensaba volver a usar nada de la comunidad: no iba a ensuciar su portal de mierda, ni iba a abrir su buzón de mierda, ni mucho menos iba a coger su mierda de ascensor. Todo aquello le traía sin cuidado, porque no pensaba volver a salir de casa: se quedaría allí atrincherado y que le jodieran al mundo. Ya no tendría que volver a ver sus feas caras de imbéciles, reprochándole y juzgándole, y denunciándole a los servicios sociales o amenazándole con llamar a sanidad. Él llevaba viviendo en aquel edificio mucho más tiempo que todos ellos juntos y no tenían derecho a darle lecciones de nada. Lo único que querían era joderle vivo, echarle de casa y dejarle morir en la calle, para poder venderle su apartamento a alguna pareja joven y mansa, a un par de dóciles corderos que combinaran bien con el resto de la decoración. Claro, ahora les molestaba un viejo maloliente y pobre. Ahora les estorbaba su presencia. Les parecía feo.

En realidad yo nunca me lo crucé, así que ni siquiera sé qué aspecto tenía. Tampoco sé si realmente se le había ido la olla por completo y había decidido sepultarse en basura, o si tenía parte de razón y llevaba una forma de vida pacífica y controlada que los demás sencillamente no querían tolerar. No sé si era un pobre hombre al que ya no le quedaba familia ni amigos con vida o si era un auténtico hijoputa que había despreciado a todo el mundo durante tantos años que se había ganado a pulso que le dejaran solo.

No sé si tenía dos hijos que ya eran adultos y que se habían olvidado de lo bien que se había portado papá con ellos cuando eran pequeños y le habían dejado allí como a un mueble para poder vivir alegres con las zorras de sus mujeres, mientras esperaban a que él la palmara para poder cobrar su herencia, y que ni siquiera habían tenido la decencia de invitarle a sus putas casas para presentarle a sus condenados nietos; o si sus dos hijos habían jurado no volver a mirar a la cara al cabrón de su padre, que no había hecho más que joderles la vida desde que nacieron, o incluso si alguna vez pronunciaron la frase “Por lo que a mi respecta no tengo padre, y me trae sin cuidado lo que le ocurra a ese viejo borracho, como a él le trajo sin cuidado lo que nos pasara a nosotros cuando abandonó a mamá”.

No lo sé ni me hubiera importado nunca, de no haber sabido ahora que llevaba varios meses pudriéndose debajo de mí, mientras yo hacía mi vida y subía y bajaba por delante de su puerta. No sé qué tiene que hacer un hombre para acabar tan sólo como para no importarle a nadie ni siquiera después de muerto. No sé si hay que esforzarse y ganárselo a pulso, después de toda una vida de odio y desprecios, o si se debe más bien a una suerte desgraciada que quiso rodearle de desagradecidos que prefirieron olvidarse de él.

Pienso en esto mirando al techo de mi dormitorio porque el calor me impide dormir, y me pregunto si es posible que mi vida me reserve esa misma suerte, si terminaré sólo, sin familia y sin amigos, hasta ese día de Navidad en el que me cueste levantarme para recoger la leche que hierve en el fogón y se derrama sobre el suelo de la cocina, y sienta al levantarme un pinchazo agudo que me obligue a sentarme otra vez y repetirme a mi mismo que sólo es algo pasajero, que intente recuperarme y llegar hasta el teléfono para pedir ayuda, sin darme cuenta siquiera de que no tengo a nadie a quien llamar. Y lo pienso y lo pienso y me imagino caer lentamente desde el sofá al suelo de moqueta, con el tiempo suficiente para decidir en qué postura quiero morir, mientras fuera escucho el alboroto de las fiestas.

Pienso en si algún día algún vecino se preguntará de dónde diablos salen tantas cucarachas, ignorando que yo me pudro debajo de él, a cuarenta grados de temperatura, en uno de los veranos más calurosos que recuerda.

EL FINAL DE LA PELÍCULA

¿Te acuerdas del final de todas aquellas películas que veíamos cuando éramos pequeños? Siempre ocurría lo mismo. Pasa en La Historia Interminable, y pasa también en El Vuelo del Navegante. En realidad también pasa en Alicia en el País de las Maravillas. El protagonista visita un mundo mágico en el que vive mil aventuras y después regresa a la realidad de siempre, solo que ahora su hogar ya no le parece un sitio aburrido y detestable, sino el mejor lugar del mundo. Es el viaje del héroe.

Suele ocurrir que el protagonista empieza el viaje en un momento clave, cuando se siente más infeliz, cuando más harto está de su vida, en medio de una discusión o durante un castigo o en una clase de matemáticas. Su vida es un coñazo y desea morir sólo para no tener que padecer esa mierda, pero en el momento más inesperado viaja sin querer a un universo desconocido, opuesto al suyo, con reglas nuevas: es el lugar que siempre ha deseado habitar, pero allí tendrá que enfrentarse a mil peligros. En el camino hará amigos, que le ayudarán y le acompañarán, y a menudo tendrá que detenerse para ayudarles, pero su objetivo personal, invariablemente, siempre es el mismo: regresar a su hogar.

Maldito el día que deseó marcharse de allí. Maldito él mismo por no haber sabido darse cuenta de lo maravilloso que era todo. Ojalá pudiera ahora volver y abrazar a la gente que más quiere.

Cuando el viaje termina, el héroe vuelve a la realidad, a la suya, restaurada en el mismo momento en que la abandonó, como si nada hubiera ocurrido. Las personas de su entorno continúan como siempre, con sus virtudes y sus defectos, pero él ha cambiado su manera de mirarlos. Despierta de nuevo, en medio de la discusión, pero en lugar de gritar o dar un portazo, sonríe y mira a los ojos a su madre y le dice “te quiero”. Los demás, que son ajenos a su viaje, se sorprenden de su reacción, y aunque todo vuelve a su cauce y las cosas son igual que al comienzo de la historia, el protagonista ya es feliz.

Así quisiera yo terminar la película, maldita sea. Me despertaría de nuevo en medio de aquella discusión, te miraría a los ojos y te diría que te quiero, y tú me mandarías a la mierda y me dirías que soy un hijo de puta y que hay que echarle mucha jeta para venirme con esa mierda a estas alturas. Me mirarías con rabia, sin saber nada de mi viaje ni nada de lo que me ha pasado. Estarías enfadada, y con razón, pero yo seguiría sonriendo, sin decir nada, y en lugar de marcharme y desaparecer para siempre, te abrazaría, y todo volvería a ser perfecto mientras los títulos de crédito se deslizan sobre la pantalla.

jueves, 15 de julio de 2010

EL INSTANTE SIGUIENTE

Resulta curioso pensar porqué el ser humano hace música. Porqué aquel mono en aquella cueva cogió un día aquel hueso y lo golpeó contra una piedra, bum, bum, bum, bum, y creó el primer ritmo y el primer compás. Resulta curioso pensar porqué aquello le sedujo, aquel fenómeno primitivo y visceral, hasta el punto de repetirlo hasta hoy.

La música sólo es tiempo. Sólo eso. Bum, bum, bum, bum. Avanza imparable, un instante tras otro, sin que nada pueda detenerlo. Bum, bum, bum, bum. Igual que la aguja de un reloj, igual que el latido de un corazón, está hecha de la misma materia que la vida.

Cada sonido nace y muere en nuestros oídos y da paso al sonido siguiente, y a medida que nace y muere, nacemos y morimos nosotros. Bum, bum, bum, bum. Y cada sonido nuevo nos seduce otra vez, y así, mientras esperamos el siguiente instante, volvemos a sentirnos como el mono que golpea un hueso contra una piedra y se asombra de seguir estando vivo.

Nos pasamos la vida intentando convertir un euro en dos euros sin saber que en realidad lo que queríamos era convertir un minuto en dos minutos.

martes, 6 de julio de 2010

LA ENFERMEDAD

El doctor entró en la habitación con el resultado de los análisis. El hombre estaba sudoroso, con los ojos desorbitados. Apenas podía respirar. El doctor le miró a la cara, con una expresión de compasión tan profunda que el hombre no pudo soportarla. “Dígame qué me ocurre, doctor. No se ande con rodeos”. El médico hizo un esfuerzo para no llorar. La voz se le atascaba en la garganta. Se podían aprender muchas cosas en la Universidad, pero desde luego, por muchos años que uno estudiara, nunca estaría preparado para dar una noticia así. Para mirar a la cara a un hombre desesperado y decirle que no había nada en este mundo que pudiera ayudarle. Que no había solución para lo suyo. El médico empezó a revolver los papeles como si estuviera buscando algo, pero lo único que hacía era disimular, ganar un poco de tiempo. De nada servía, porque a esas alturas, el hombre ya había entendido que su enfermedad no tenía cura. “¿Qué es doctor? Maldita sea ¿Qué me pasa?”. El médico volvió a tragar saliva, levantó la mirada y se lo dijo: “Está usted enamorado”.

viernes, 4 de junio de 2010

LAS ALUCINANTES AVENTURAS DE BILL Y TED


Yo tendría unos ocho años. Fue antes de que construyeran el parque que hay al lado de mi casa. Antes allí había un descampado, un terraplén baldío que había sido conquistado por la maleza, o quizá, más correctamente, que aún no había sido arrebatado por la ciudad. Por alguna razón ese espacio se había quedado muerto, en el medio de dos grandes bloques de edificios. Había bastante pendiente, entre mi calle y la de abajo, y el lugar estaba cerrado con un perímetro de vallas de aluminio para evitar que la gente entrase allí y se despeñase entre las rocas, sin embargo muchas de las vallas habían sido reventadas y los chavales del barrio a menudo se colaban por los agujeros.

Si las circunstancias hubieran sido otras jamás habría entrado allí y jamás me habría ocurrido nada de lo que me ocurrió, pero la casualidad quiso que mi videoclub estuviera justo en la calle de abajo, a la misma altura que mi casa, pero en la calle de abajo, de modo que cruzar por allí era un atajo considerable, comparado con dar toda la vuelta hasta el final de la calle.

Entraba por una esquina donde la chapa de aluminio estaba cedida. Daba a una vía abierta entre la maleza, por la que el tránsito de los peatones había marcado un camino difuso. Recuerdo especialmente una rampa de piedra que tenía una pendiente de varios metros y había que bajarla por las malas, a fondo perdido, sin nada a que agarrarse. El polvo y la arena la hacían peligrosamente resbaladiza y cuando llovía era aún peor. He llegado a ver verdaderas cascadas de agua bajando por aquel tramo. A la vuelta resultaba prácticamente imposible de trepar, y menos aún con una cinta de VHS en la mano.

En primavera, cuando los días son más claros, era un placer cruzar por allí a media tarde, aunque nunca dejaba de ser un lugar inquietante, sembrado de jeringuillas, condones usados, compresas y jirones de ropa, en el que el peligro parecía acechar agazapado en cada esquina. Desde que cruzabas la valla, y conforme te ibas adentrando en la maleza, ibas dejando atrás el sonido del tráfico hasta que apenas se escuchaba nada, y el solar se convertía entonces en un lugar silencioso e inmóvil. A veces, entre los árboles, encontrabas los restos de algún campamento de vagabundos: latas de conservas, mantas sucias y a menudo sus heces decoradas con pañuelos de papel arrugados. Luego, más adelante, entrabas en una zona oscura, en la que las copas de los árboles se cerraban y apenas dejaban pasar la luz entre las hojas. Cuando te cruzabas por allí con alguien que subía, bajabas la mirada a su paso, sin saludar siquiera, con una complicidad clandestina que obligaba al silencio. Era al final de aquel pasillo cuando llegabas a la rampa, y a partir de entonces, cada paso en falso hacia la derecha o hacia la izquierda podía terminar con tu cuerpo entre las zarzas, hasta llegar al final, donde el camino se pegaba al edificio colindante y hacía una curva más ancha, donde se acumulaba la basura que los vecinos tiraban desde los balcones.

A pesar de todo este panorama tan hostil, uno cruzaba por allí despreocupado y decidido, hasta que alguna señal desplegaba una alerta. Algún movimiento entre los matorrales, quizá una rata, quizá un yonki preparándose un chute, y de pronto entendías que eras un chaval desvalido y que estabas en el punto más vulnerable de la ciudad, a expensas de atracadores y asesinos. Apretabas el culo y apurabas el paso, pero pensabas también que si resbalabas por la rampa, caerías sin remedio en las zarzas y te golpearías contra las rocas, y nadie escucharía tus gritos de auxilio, y sería prácticamente imposible que te rescataran y morirías sin remedio con una película alquilada todavía sin ver.

Aquel día, sin embargo, no era una tarde idílica de primavera, sino más bien una mañana oscura de invierno. El cielo estaba completamente encapotado y la luz lo teñía todo de color gris. La tierra se había convertido en barro y el camino en un verdadero arroyo. Hice todo el camino hasta la rampa y me agaché para bajarla agarrado a las rocas. Descendí con cuidado, llenándome las manos de tierra mojada y empapándome los bajos de los pantalones. Seguí hasta la curva llena de basura y al pasar por allí, justo un metro delante de mí, cayó desde los balcones un bulto enorme que casi me aplasta. Era un niño. Un niño de mi edad. Se quedó tumbado boca abajo, inmóvil ante mí, con la cabeza hundida en el suelo. Miré hacia arriba y todo estaba igualmente inmóvil. No había nadie asomado a los balcones. Volví a mirar el cuerpo del chico. El barro a su alrededor empezó a oscurecerse y en los charcos de agua se mezclaron con la sangre. No se escuchaba absolutamente nada. No había sirenas de ambulancias, ni de policía. No había nadie alrededor. Sólo el silencio y la más absoluta normalidad. Me quedé allí de pié como un idiota durante por lo menos un minuto. No sabía qué diablos hacer. Después volví a mirar alrededor. No había nadie a quien recurrir. Yo era solo un niño y era la primera vez que veía un cadáver, y sin embargo, no estaba asustado, sino más bien preocupado por lo que debía hacer. ¿Tenía que gritar? ¿Ir corriendo a la calle y llamar a un policía? ¿Tendría que acompañarle hasta aquí y explicarle cómo pasó todo? ¿Tendría que responder a un millón de preguntas? Me agobié hasta el extremo que decidí continuar mi camino como si nada.

Entré en el videoclub y dije buenos días. Estuve un cuarto de hora paseando entre las estanterías. Alquilé una película y volví a salir. Esta vez, para volver a casa, dí todo el rodeo hasta el final de la calle. Entré en casa y me puse a ver la película. Era Las alucinantes aventuras de Bill y Ted.

sábado, 6 de marzo de 2010

EL ROBOT QUIERE A LA CHICA

Para cuando la nave interestelar Ventura abandonó la órbita de la Tierra, todo el planeta miraba con esperanza el lejano punto de la galaxia al que se dirigía. Los pocos que se congregaron en torno a la nave antes del despegue sintieron un escalofrío indescriptible, conscientes de estar presenciando un episodio de la Historia, aunque sus ojos apenas pudieron creer que un inmenso bloque de acero de aquellas dimensiones pudiera ascender en el cielo, casi flotando y con tanta gracilidad que ninguna explicación científica podía disipar la sensación de que se trataba de un milagro. El gigantesco aparato se convirtió en un puntito cada vez más pequeño, hasta que desapareció tras las nubes, dejando a toda la humanidad triste y abandonada, aferrada solo a una borrosa esperanza.

La nave interestelar Ventura está diseñada exclusivamente para una única misión: un viaje de treinta meses hasta unas coordenadas situadas en medio de ninguna parte. Un lugar al que ni siquiera puede llamarse lugar, porque allí no hay nada: sólo es una serie de números en una pantalla de ordenador. Para un viaje de dos años y medio, el interior de la nave ha sido equipado con todas las comodidades propias de un hotel de lujo: hay un gran salón comedor con una larga mesa de caoba, coronado por una impresionante lámpara de araña; un gimnasio con baño turco y bañera de hidromasaje, además de una equipada cocina de última generación. Tanto los pasillos como las habitaciones están decorados con exquisitas maderas y molduras de escayola, y el papel de las paredes, de detalles versallescos, los estucos o las empuñaduras de bronce dan a todo el habitáculo un estilo refinado, que casa a la perfección con los mármoles, esculturas y jarrones que completan la decoración.

A pesar de que el habitáculo está preparado para albergar a una tripulación de más de veinte individuos, la nave interestelar Ventura cuenta solamente con un único tripulante: la teniente Carmen. Ella es la única que recorre las amplias estancias del interior, sola y en silencio, debido a las características de la misión que le ha sido encomendada: la suya será la primera incursión humana fuera de los confines del Sistema Solar, y el resto de la tripulación de la nave debe permanecer en estado de animación suspendida hasta que el recorrido esté a punto de completarse. Una vez cercanos al punto de destino, los otros 19 tripulantes serán reanimados y ocuparán sus puestos para continuar la misión. La mitad de ellos se establecerá en una estación que se desacoplará de la estructura principal y se quedará orbitando en torno a las coordenadas, mientras la nave Ventura alcanza una nueva posición.

Pero la teniente Carmen no está exactamente sola: la acompaña un androide de asistencia, llamado Sebastián, que está encargado de todas las tareas de mantenimiento a bordo. No sólo es su secretario personal: el androide ha sido programado expresamente para servir de compañía a la teniente durante los largos años que durará el viaje. Mientras la teniente se concentra en el gobierno de la nave, el androide Sebastián se encargará de su alimentación, de su vestuario, de la limpieza de las estancias y de organizar su trabajo, pero también de amenizarla en los momentos de esparcimiento. Está preparado para cubrir todas las posibles necesidades que pueda tener.

Cada mañana prepara el desayuno, normalmente un café con tostadas y un zumo de naranja, y lo sirve en el comedor justo a tiempo para cuando ella ha terminado de asearse. Cuando ha acabado de desayunar, recoge los platos y se encarga de limpiarlos. La teniente presenta el informe del día en una videoconferencia con el control de Tierra mientras él ya comienza a recoger el camarote, hacer la cama y meter la ropa en la lavadora. Y así durante todo el día, hasta que la teniente termina su jornada de trabajo.

Es entonces cuando más recurre a la compañía de Sebastián. La teniente intenta, dentro de lo posible, disfrutar de su escaso tiempo de ocio: a veces se da un baño o hace un poco de deporte, otras veces ve una película o se informa de la actualidad en la Tierra, pero casi siempre mantiene conversaciones con el androide. El propio control de la misión aconseja esta práctica para conservar un ánimo y una mentalidad saludable, dadas las escasas vías de socialización a bordo. La teniente y el androide hablan de las cosas más variadas. La teniente le cuenta su infancia en la Tierra, le habla de sus sentimientos e incluso le revela secretos. Le gusta tenerle como confidente y poco a poco se va acostumbrando a su compañía hasta el punto de considerarle un amigo. Y no es en absoluto descabellada esta consideración, puesto que ya aparece contemplada en el informe psicológico que prepararon para la teniente al comienzo de la misión: es normal que a con el paso de los meses ella comience a sentir que forja una amistad profunda con el androide y, lejos de evitarla, resulta positivo dar rienda suelta a este sentimiento, ya que el propio androide está preparado para ello. Su compleja programación está diseñada para ir conociendo a la teniente a medida que vaya avanzando su relación con ella y además está dotado con amplios bancos de datos que le convierten en un excelente conversador. En cualquier caso, lo que la teniente Carmen más aprecia de él no es su conversación, sino su insólita capacidad para escuchar y entender lo que dice, haciendo que se sienta confiada y comprendida. De hecho, de ser una persona, sería una de las personas con las que más ha conectado en toda su vida, y en el fondo lamenta que no pueda expresar emoción alguna, y que su amistad responda simplemente a una orden informática, y no a un sentimiento desinteresado.

Ahora, el androide acaba de terminar de guisar una pierna de cordero para la cena y la coloca en la delicada bandeja de porcelana, acompañada de patatas asadas con una salsa especial de manzana y miel. La teniente espera en la mesa, disfrutando de unos delicados entremeses y de una copa de buen vino. Han pasado ya muchos meses desde que abandonó la Tierra y la nave ya se ha convertido en su hogar y Sebastián en su mejor amigo. Mientras empieza a cenar, le pide a Sebastián que le haga compañía. La teniente sirve un poco más de vino y bromea preguntándole si quiere que le eche en su copa. Le pregunta qué le parece el vino y Sebastián bromea con ella, afirmando que le encantaría beberlo si pudiera: conoce a la perfección aquel Rioja oscuro y profundo, a pesar de no haber podido probarlo nunca. Conoce el trato que ha recibido la uva y la región en la que ha crecido. Conoce todo el proceso de fermentación y de maduración en barricas de roble. Sin embargo, jamás podrá paladear lo que dicen de él, ese vigor en el primer contacto, ese sabor afrutado y definido en la boca, ni ese aroma a tierra y bosque.

La teniente Carmen ríe y se divierte mucho con la conversación. La pata de cordero está deliciosa y a cada bocado se ve impulsada a hacer un cumplido a Sebastián por sus excelentes dotes culinarias. La botella de Rioja ya está a medias y la conversación le resulta cada vez más divertida. El androide Sebastián, lejos de resultar indiferente, también parece divertirse mucho y cada vez domina mejor la ironía y las sutilezas del humor. La teniente intenta enseñarle a Sebastián una canción y le hace mucha gracia el sorprendente talento del androide para la música. Cuando terminan la estrofa, la teniente aplaude y coge la mano de Sebastián.

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Durante una centésima de segundo, esta secuencia de ceros y unos apareció clara y reveladora en la pantalla del procesador del androide y después desapareció. En algún momento de su recorrido, el flujo eléctrico que alimenta su sistema había dado lugar a aquel mensaje inesperado. En la maraña de datos que recorren sus entrañas a cada segundo, entre los miles de archivos borrados, recomprimidos y desfragmentados, entre las largas ristras de código fuente, había surgido aquella azarosa sucesión de cifras, aparentemente inservible, pero que de modo inverosímil había cobrado un sentido. Aquel código era, quién sabe ya si por casualidad o no, la expresión binaria de un sentimiento. La ecuación, lejos de ser compleja como cualquiera habría esperado, era tan simple, tan básica, que no cabía dentro de ninguna lógica, pero el hecho, al margen de la teoría, es que sin duda era amor lo que vibraba en los circuitos del androide Sebastián.

La teniente Carmen se levantó de la mesa, todavía riendo y se despidió del androide. Antes de retirarse a su dormitorio le dio un fuerte abrazo. Hacía cientos de días que no sentía contacto con ningún ser humano y aquel abrazo no podía apetecerle más. Aquella noche, Sebastián no supo cómo interpretar aquella nueva sensación, si es que podía calificarse como tal. Le daba vueltas constantemente a aquel código, repasaba sus archivos de memoria, buscando de dónde podía haber surgido, y al día siguiente, mientras llevaba a cabo sus tareas, tenía siempre en marcha aquel proceso mental latente. Pasaban los días y Sebastián seguía acompañando a la teniente Carmen, que se mostraba con él cada vez más simpática.

Conforme iba avanzando el viaje, más estrecho era el vínculo que los unía, y cuando la teniente se acostaba por la noche en su dormitorio, el androide permanecía encendido, repasando una vez más sus archivos, reproduciendo las conversaciones, los encuentros, las situaciones, y cualquiera diría que estaba intranquilo si eso pudiera decirse de un robot. Lo cierto es que Sebastián sabía bien que su consciencia y cada uno de sus procesos eran para la teniente y descubrió que encontraba cierta satisfacción en el hecho de cumplir correctamente con la misión para la que estaba programado. A veces, procesaba nuevas conversaciones o pensaba alguna broma para el día siguiente. Y así fue como transcurrieron los dos primeros años de la misión, hasta que llegó la fecha en la que el resto de la tripulación debía ser reanimada.

Ese día, la teniente desayunó un té y un pedazo de tarta de manzana. Estaba nerviosa e ilusionada, no ya por el hecho de volver a reunirse de nuevo con seres de su misma especie o de compartir por fin con humanos su estancia en aquella nave solitaria, sino simplemente por tener una tarea distinta en su jornada monótona y mecanizada: ahora comenzaba la segunda fase de la misión y no podía sentirse más emocionada. A Sebastián le gustaba verla así de contenta y hubiera dado muestras de ello si no fuera por su expresión impasible y su tono de voz átono. Le hubiera gustado darle un abrazo y compartir con ella esa alegría, pero lo más que pudo hacer, mientras recogía la mesa, fue responder a un comentario de la teniente diciendo “me alegra mucho que esté usted tan contenta”. La teniente le miró con una sonrisa amplia y le acarició la mejilla con un gesto de ternura.

En el fondo de aquel gesto reposaba una extraña mezcla de sensaciones, de saber que el androide está programado para actuar así, de saber que sus sentimientos no eran reales, y a la vez de la contradicción de creer en ellos, de saber, en cierto modo, que de algún modo eran ciertos y tan auténticos como los suyos mismos. Una copa se resbaló de la mano del androide Sebastián, en un error prácticamente inconcebible para una máquina. El androide vio los trozos de cristal en el suelo sin explicarse cómo podía haber ocurrido, cómo podía no haber aplicado la presión correcta en los dedos o no haber sujetado el objeto de forma adecuada. La teniente Carmen se agachó y recogió los cristales. Ninguno de los dos se percató, pero en aquel momento, el androide había incumplido una norma básica de su programa.

Los dos bajaron a la bodega y comenzaron las tareas de reanimación de la tripulación. Esa noche, la nave contaba ya con 20 tripulantes humanos y las tareas de Sebastián se multiplicaron sensiblemente. Aunque los recién despertados tenían que pasar una fase de adaptación, a la hora de la cena organizaron un pequeño festejo. La teniente Carmen se mostraba encantada de tener por fin invitados y sus nuevos compañeros ardían en deseos de conocer todos los detalles que ella pudiera proporcionarle sobre la vida durante su ausencia. Todos permanecieron despiertos hasta tarde. Sebastián estuvo prácticamente todo el tiempo en la cocina o sirviendo a los comensales.

A partir de ese día, la teniente no volvió a mantener aquellas conversaciones con Sebastián. La jornada estaba ahora salpicada por un febril ajetreo de personas y el ambiente íntimo que se había fraguado durante todos aquellos meses había desaparecido sin dejar rastro. La teniente hablaba con Sebastián con normalidad y hasta hacía alguna broma cómplice. Alguna vez, en algún descanso, le animaba a cantar alguna de las canciones que le había enseñado para diversión de los demás tripulantes, pero lo cierto es que ya no acudía a él como refugio de su intimidad.

Cuando todos se iban a dormir, Sebastián procesaba millones de datos por segundo. Repasaba los archivos del día, revisando una y otra vez el comportamiento de la teniente. Rescataba los archivos de sus antiguas conversaciones. Volvía a aquella cena de cordero y de Rioja y evocaba de nuevo en su procesador aquel intenso código.

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Sebastián no entendía cómo era posible que aquella ecuación pudiera mutar, pero poco a poco, cuanto más tiempo pasaba, más percibía en el nuevo comportamiento de la teniente una cierta indiferencia hacia él y cuanto más tiempo dedicaba a pensar en esto más mutaba la ecuación original y la sensación que había analizado por primera vez en aquella cena ya no era la misma que procesaba en la actualidad. Y lo cierto es que ya no era solo el amor lo que vibraba en los circuitos del androide.

Aquella noche era la última antes de que la nave alcanzara su destino y se organizó una gran fiesta. Sebastián preparó de nuevo cordero. De nuevo sirvió Rioja. La teniente Carmen se puso de nuevo contenta, pero ya no se reía con Sebastián, sino con todos los compañeros. Todos se pusieron a contar cosas y la gente se iba animando conforme avanzaba la cena. Uno de los oficiales reía con la teniente: al parecer eran de la misma ciudad y había varias coincidencias más en su vida. La teniente se mostraba encantada con aquella conversación. El androide Sebastián está preparado para mantenerse discretamente al margen cuando nadie solicita su servicio, pero observa toda la situación sin saber bien a qué formula algebraica aplicar para analizar todo aquel proceso. Fue extraño para él computar el hecho de que jamás podría ser de la misma ciudad que la teniente y que nunca podría haber coincidencia alguna en sus vidas.

La fiesta se alargó bastante, pero el día siguiente era un día importante, así que la gente se fue recogiendo. Al final, solo quedaban la teniente, el oficial y Sebastián. El androide terminó de recoger la mesa y se retiró a la cocina a limpiar los platos. Desde ahí escuchó alguna vez más la risa inconfundible de la teniente y el sonido hacía que brotaran solos sus archivos de memoria, cuando era él la que la hacía reír así. Al terminar, la teniente y el oficial ya se habían retirado del salón y se despedían en las puertas de sus camarotes. Sebastián no paró de procesar en toda la noche.

Sabía perfectamente que al día siguiente, en pocas horas, se terminaría su misión. La teniente Carmen se uniría a algunos tripulantes y abandonarían la nave para instalarse en una estación anexa, que se desacoplaría de la estructura principal para tomar un camino diferente. A partir de ahí la nave Ventura se apartaría para alcanzar otra posición y él se quedaría en ella con el resto de la tripulación. Lo más probable es que no volviera a ver nunca a la teniente Carmen.

Lo que no sabía Sebastián es si ella sentiría remotamente algo parecido, si ella tan siquiera se habría dado cuenta de esto, si de algún modo le hubiera gustado volver a verle o si simplemente aceptaba su separación sin que sus sentimientos se quebrantaran. Seguro que al día siguiente se despediría de aquellas estancias, de su asiento de mando y por supuesto tendría que despedirse de él, pero qué importaba aquello. Calibrando sus patrones de comportamiento era capaz de calcular una probabilidad inequívoca de que ella pensara que era absurdo sentir tristeza. ¿Qué iba a hacer, al fin y al cabo? Era la respuesta lógica, quizás emocionarse un poco en el momento, pero nada que fuera a alterar el desarrollo imparable de su vida. Conocía bien el pensamiento humano, que al fin y al cabo era la que le había concebido a él, pero también percibía aquella compleja ironía: ella, que le había expresado sus sentimientos más sinceros como nunca lo había hecho con ningún humano, se separaría de él y continuaría su vida, olvidando aquello que alguna vez había sentido; él, a pesar de ser una máquina programada, fría y metálica, no podría soportar la idea de perder a la persona a la que dedicó todos los procesos que ha ejecutado en su vida consciente.

Aquella noche Sebastián calculó una nueva posibilidad. Si introducía el código de acceso en el ordenador central de la nave, podría manejar el rumbo y dar orden de pasar de largo. No le sería complicado asesinar a los 19 miembros de la tripulación mientras dormían, de forma silenciosa y llevar sus cuerpos de nuevo a las arcas frigoríficas de la bodega de carga. Por la mañana, cuando la teniente despertase, volvería a estar a solas con él, y lo estaría para el resto de su vida.

Sin duda, el plan era una locura, y se daba perfecta cuenta de que la teniente se enfadaría con él en cuanto lo descubriera y que, si bien jamás iba a amar a un androide, menos aún al que había hecho fracasar la misión a la que había dedicado su vida, al que había asesinado a sus compañeros, al que la había dejado atrapada para siempre en una nave a la deriva. Se enfadaría, sí, pero al menos tendría la oportunidad de provocar de nuevo algún sentimiento en ella, algo que no fuera aquella dolorosa indiferencia que ahora percibía, algo que al menos le hiciera sentir de nuevo que ella sabía que existía. Quedarían los dos vagando sin rumbo, minúsculos en una minúscula nave, flotando en el inmenso espacio vacío, pero al menos estarían juntos.

El androide Sebastián volvió a rescatar aquel antiguo archivo de la cena con la teniente que tantas veces había reproducido. Volvió a recordar cómo ella le agarró de la mano. Volvió a recordar el momento en que se produjo aquel acontecimiento fatal. Volvió a recordar el código.

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El androide recorrió el largo pasillo y se encaminó al puente de mando, se conectó al ordenador central e introdujo una serie de 19 caracteres. CJW2OH51MNBLSCHILS3. Esta secuencia de letras y números aparentemente azarosas no significan nada en ningún idioma, y sin embargo esta palabra, si es que se la puede llamar así, es la más triste de cuantas habéis leído hasta ahora, porque estos caracteres, en este orden preciso sirven para formatear la unidad principal de su disco de memoria, y con ella todos los archivos quedarían borrados y jamás volverían a recuperarse, incluyendo aquella dolorosa serie de dígitos que le habían llevado hasta allí.

Mientras se ejecutaba la orden y su memoria se vaciaba, Sebastián pensaba en que al día siguiente, cuando la teniente se despidiera, no vería nada anormal en él, y efectivamente se iría y viviría su vida, pero a él ya no le importaría, porque jamás volvería a sentir nada por ella. Y nadie sabría jamás lo que alguna vez sintió.

domingo, 24 de enero de 2010

CUENTO DE NAVIDAD

Los bomberos tuvieron que trepar al tejado con una escalera, ante la mirada estupefacta de todos los vecinos, que contemplaron el proceso a lo largo de toda la mañana. Era un hombre anciano y muy gordo, con una larguísima barba plateada. Iba vestido con un ridículo traje de felpa roja y un gorro a juego con un pompón de espumilla blanca. No hablaba castellano y decía llamarse Claus.

Al principio pensaron que se trataba de un ladrón, dado que llevaba un enorme saco cargado de cosas, pero al poco rato entendieron que era lo contrario: el tipo intentaba meter aquel todo aquello por la estrecha chimenea. Ignoran como un anciano de edad tan avanzada consiguió trepar al tejado con una carga tan pesada. Parece que una vez arriba introdujo las dos piernas por el hueco de la chimenea y se deslizó hasta la cintura, pero no consiguió pasar de la barriga y se quedó atascado, sin posibilidad de moverse hacia arriba ni hacia abajo. Pasó allí toda la noche hasta que, por la mañana, un vecino alarmado decidió llamar a las autoridades.

Hubo que desmontar toda la chimenea y cuando la policía se lo llevó arrestado la gente empezó a abuchearles. El hombre se mostró muy dócil durante los interrogatorios, pero no respondió ni una sola pregunta. El jefe de policía dijo en la rueda de prensa que sospechaban que no se trataba de un loco, sino del verdadero Papá Noël. Cuando los periodistas le preguntaron en qué se basaba, él respondió que, cuando le detuvieron, el hombre le dio un paquete. Dentro había una PlayStation3 ...y eso era justo lo que él había pedido.