sábado, 6 de marzo de 2010

EL ROBOT QUIERE A LA CHICA

Para cuando la nave interestelar Ventura abandonó la órbita de la Tierra, todo el planeta miraba con esperanza el lejano punto de la galaxia al que se dirigía. Los pocos que se congregaron en torno a la nave antes del despegue sintieron un escalofrío indescriptible, conscientes de estar presenciando un episodio de la Historia, aunque sus ojos apenas pudieron creer que un inmenso bloque de acero de aquellas dimensiones pudiera ascender en el cielo, casi flotando y con tanta gracilidad que ninguna explicación científica podía disipar la sensación de que se trataba de un milagro. El gigantesco aparato se convirtió en un puntito cada vez más pequeño, hasta que desapareció tras las nubes, dejando a toda la humanidad triste y abandonada, aferrada solo a una borrosa esperanza.

La nave interestelar Ventura está diseñada exclusivamente para una única misión: un viaje de treinta meses hasta unas coordenadas situadas en medio de ninguna parte. Un lugar al que ni siquiera puede llamarse lugar, porque allí no hay nada: sólo es una serie de números en una pantalla de ordenador. Para un viaje de dos años y medio, el interior de la nave ha sido equipado con todas las comodidades propias de un hotel de lujo: hay un gran salón comedor con una larga mesa de caoba, coronado por una impresionante lámpara de araña; un gimnasio con baño turco y bañera de hidromasaje, además de una equipada cocina de última generación. Tanto los pasillos como las habitaciones están decorados con exquisitas maderas y molduras de escayola, y el papel de las paredes, de detalles versallescos, los estucos o las empuñaduras de bronce dan a todo el habitáculo un estilo refinado, que casa a la perfección con los mármoles, esculturas y jarrones que completan la decoración.

A pesar de que el habitáculo está preparado para albergar a una tripulación de más de veinte individuos, la nave interestelar Ventura cuenta solamente con un único tripulante: la teniente Carmen. Ella es la única que recorre las amplias estancias del interior, sola y en silencio, debido a las características de la misión que le ha sido encomendada: la suya será la primera incursión humana fuera de los confines del Sistema Solar, y el resto de la tripulación de la nave debe permanecer en estado de animación suspendida hasta que el recorrido esté a punto de completarse. Una vez cercanos al punto de destino, los otros 19 tripulantes serán reanimados y ocuparán sus puestos para continuar la misión. La mitad de ellos se establecerá en una estación que se desacoplará de la estructura principal y se quedará orbitando en torno a las coordenadas, mientras la nave Ventura alcanza una nueva posición.

Pero la teniente Carmen no está exactamente sola: la acompaña un androide de asistencia, llamado Sebastián, que está encargado de todas las tareas de mantenimiento a bordo. No sólo es su secretario personal: el androide ha sido programado expresamente para servir de compañía a la teniente durante los largos años que durará el viaje. Mientras la teniente se concentra en el gobierno de la nave, el androide Sebastián se encargará de su alimentación, de su vestuario, de la limpieza de las estancias y de organizar su trabajo, pero también de amenizarla en los momentos de esparcimiento. Está preparado para cubrir todas las posibles necesidades que pueda tener.

Cada mañana prepara el desayuno, normalmente un café con tostadas y un zumo de naranja, y lo sirve en el comedor justo a tiempo para cuando ella ha terminado de asearse. Cuando ha acabado de desayunar, recoge los platos y se encarga de limpiarlos. La teniente presenta el informe del día en una videoconferencia con el control de Tierra mientras él ya comienza a recoger el camarote, hacer la cama y meter la ropa en la lavadora. Y así durante todo el día, hasta que la teniente termina su jornada de trabajo.

Es entonces cuando más recurre a la compañía de Sebastián. La teniente intenta, dentro de lo posible, disfrutar de su escaso tiempo de ocio: a veces se da un baño o hace un poco de deporte, otras veces ve una película o se informa de la actualidad en la Tierra, pero casi siempre mantiene conversaciones con el androide. El propio control de la misión aconseja esta práctica para conservar un ánimo y una mentalidad saludable, dadas las escasas vías de socialización a bordo. La teniente y el androide hablan de las cosas más variadas. La teniente le cuenta su infancia en la Tierra, le habla de sus sentimientos e incluso le revela secretos. Le gusta tenerle como confidente y poco a poco se va acostumbrando a su compañía hasta el punto de considerarle un amigo. Y no es en absoluto descabellada esta consideración, puesto que ya aparece contemplada en el informe psicológico que prepararon para la teniente al comienzo de la misión: es normal que a con el paso de los meses ella comience a sentir que forja una amistad profunda con el androide y, lejos de evitarla, resulta positivo dar rienda suelta a este sentimiento, ya que el propio androide está preparado para ello. Su compleja programación está diseñada para ir conociendo a la teniente a medida que vaya avanzando su relación con ella y además está dotado con amplios bancos de datos que le convierten en un excelente conversador. En cualquier caso, lo que la teniente Carmen más aprecia de él no es su conversación, sino su insólita capacidad para escuchar y entender lo que dice, haciendo que se sienta confiada y comprendida. De hecho, de ser una persona, sería una de las personas con las que más ha conectado en toda su vida, y en el fondo lamenta que no pueda expresar emoción alguna, y que su amistad responda simplemente a una orden informática, y no a un sentimiento desinteresado.

Ahora, el androide acaba de terminar de guisar una pierna de cordero para la cena y la coloca en la delicada bandeja de porcelana, acompañada de patatas asadas con una salsa especial de manzana y miel. La teniente espera en la mesa, disfrutando de unos delicados entremeses y de una copa de buen vino. Han pasado ya muchos meses desde que abandonó la Tierra y la nave ya se ha convertido en su hogar y Sebastián en su mejor amigo. Mientras empieza a cenar, le pide a Sebastián que le haga compañía. La teniente sirve un poco más de vino y bromea preguntándole si quiere que le eche en su copa. Le pregunta qué le parece el vino y Sebastián bromea con ella, afirmando que le encantaría beberlo si pudiera: conoce a la perfección aquel Rioja oscuro y profundo, a pesar de no haber podido probarlo nunca. Conoce el trato que ha recibido la uva y la región en la que ha crecido. Conoce todo el proceso de fermentación y de maduración en barricas de roble. Sin embargo, jamás podrá paladear lo que dicen de él, ese vigor en el primer contacto, ese sabor afrutado y definido en la boca, ni ese aroma a tierra y bosque.

La teniente Carmen ríe y se divierte mucho con la conversación. La pata de cordero está deliciosa y a cada bocado se ve impulsada a hacer un cumplido a Sebastián por sus excelentes dotes culinarias. La botella de Rioja ya está a medias y la conversación le resulta cada vez más divertida. El androide Sebastián, lejos de resultar indiferente, también parece divertirse mucho y cada vez domina mejor la ironía y las sutilezas del humor. La teniente intenta enseñarle a Sebastián una canción y le hace mucha gracia el sorprendente talento del androide para la música. Cuando terminan la estrofa, la teniente aplaude y coge la mano de Sebastián.

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Durante una centésima de segundo, esta secuencia de ceros y unos apareció clara y reveladora en la pantalla del procesador del androide y después desapareció. En algún momento de su recorrido, el flujo eléctrico que alimenta su sistema había dado lugar a aquel mensaje inesperado. En la maraña de datos que recorren sus entrañas a cada segundo, entre los miles de archivos borrados, recomprimidos y desfragmentados, entre las largas ristras de código fuente, había surgido aquella azarosa sucesión de cifras, aparentemente inservible, pero que de modo inverosímil había cobrado un sentido. Aquel código era, quién sabe ya si por casualidad o no, la expresión binaria de un sentimiento. La ecuación, lejos de ser compleja como cualquiera habría esperado, era tan simple, tan básica, que no cabía dentro de ninguna lógica, pero el hecho, al margen de la teoría, es que sin duda era amor lo que vibraba en los circuitos del androide Sebastián.

La teniente Carmen se levantó de la mesa, todavía riendo y se despidió del androide. Antes de retirarse a su dormitorio le dio un fuerte abrazo. Hacía cientos de días que no sentía contacto con ningún ser humano y aquel abrazo no podía apetecerle más. Aquella noche, Sebastián no supo cómo interpretar aquella nueva sensación, si es que podía calificarse como tal. Le daba vueltas constantemente a aquel código, repasaba sus archivos de memoria, buscando de dónde podía haber surgido, y al día siguiente, mientras llevaba a cabo sus tareas, tenía siempre en marcha aquel proceso mental latente. Pasaban los días y Sebastián seguía acompañando a la teniente Carmen, que se mostraba con él cada vez más simpática.

Conforme iba avanzando el viaje, más estrecho era el vínculo que los unía, y cuando la teniente se acostaba por la noche en su dormitorio, el androide permanecía encendido, repasando una vez más sus archivos, reproduciendo las conversaciones, los encuentros, las situaciones, y cualquiera diría que estaba intranquilo si eso pudiera decirse de un robot. Lo cierto es que Sebastián sabía bien que su consciencia y cada uno de sus procesos eran para la teniente y descubrió que encontraba cierta satisfacción en el hecho de cumplir correctamente con la misión para la que estaba programado. A veces, procesaba nuevas conversaciones o pensaba alguna broma para el día siguiente. Y así fue como transcurrieron los dos primeros años de la misión, hasta que llegó la fecha en la que el resto de la tripulación debía ser reanimada.

Ese día, la teniente desayunó un té y un pedazo de tarta de manzana. Estaba nerviosa e ilusionada, no ya por el hecho de volver a reunirse de nuevo con seres de su misma especie o de compartir por fin con humanos su estancia en aquella nave solitaria, sino simplemente por tener una tarea distinta en su jornada monótona y mecanizada: ahora comenzaba la segunda fase de la misión y no podía sentirse más emocionada. A Sebastián le gustaba verla así de contenta y hubiera dado muestras de ello si no fuera por su expresión impasible y su tono de voz átono. Le hubiera gustado darle un abrazo y compartir con ella esa alegría, pero lo más que pudo hacer, mientras recogía la mesa, fue responder a un comentario de la teniente diciendo “me alegra mucho que esté usted tan contenta”. La teniente le miró con una sonrisa amplia y le acarició la mejilla con un gesto de ternura.

En el fondo de aquel gesto reposaba una extraña mezcla de sensaciones, de saber que el androide está programado para actuar así, de saber que sus sentimientos no eran reales, y a la vez de la contradicción de creer en ellos, de saber, en cierto modo, que de algún modo eran ciertos y tan auténticos como los suyos mismos. Una copa se resbaló de la mano del androide Sebastián, en un error prácticamente inconcebible para una máquina. El androide vio los trozos de cristal en el suelo sin explicarse cómo podía haber ocurrido, cómo podía no haber aplicado la presión correcta en los dedos o no haber sujetado el objeto de forma adecuada. La teniente Carmen se agachó y recogió los cristales. Ninguno de los dos se percató, pero en aquel momento, el androide había incumplido una norma básica de su programa.

Los dos bajaron a la bodega y comenzaron las tareas de reanimación de la tripulación. Esa noche, la nave contaba ya con 20 tripulantes humanos y las tareas de Sebastián se multiplicaron sensiblemente. Aunque los recién despertados tenían que pasar una fase de adaptación, a la hora de la cena organizaron un pequeño festejo. La teniente Carmen se mostraba encantada de tener por fin invitados y sus nuevos compañeros ardían en deseos de conocer todos los detalles que ella pudiera proporcionarle sobre la vida durante su ausencia. Todos permanecieron despiertos hasta tarde. Sebastián estuvo prácticamente todo el tiempo en la cocina o sirviendo a los comensales.

A partir de ese día, la teniente no volvió a mantener aquellas conversaciones con Sebastián. La jornada estaba ahora salpicada por un febril ajetreo de personas y el ambiente íntimo que se había fraguado durante todos aquellos meses había desaparecido sin dejar rastro. La teniente hablaba con Sebastián con normalidad y hasta hacía alguna broma cómplice. Alguna vez, en algún descanso, le animaba a cantar alguna de las canciones que le había enseñado para diversión de los demás tripulantes, pero lo cierto es que ya no acudía a él como refugio de su intimidad.

Cuando todos se iban a dormir, Sebastián procesaba millones de datos por segundo. Repasaba los archivos del día, revisando una y otra vez el comportamiento de la teniente. Rescataba los archivos de sus antiguas conversaciones. Volvía a aquella cena de cordero y de Rioja y evocaba de nuevo en su procesador aquel intenso código.

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Sebastián no entendía cómo era posible que aquella ecuación pudiera mutar, pero poco a poco, cuanto más tiempo pasaba, más percibía en el nuevo comportamiento de la teniente una cierta indiferencia hacia él y cuanto más tiempo dedicaba a pensar en esto más mutaba la ecuación original y la sensación que había analizado por primera vez en aquella cena ya no era la misma que procesaba en la actualidad. Y lo cierto es que ya no era solo el amor lo que vibraba en los circuitos del androide.

Aquella noche era la última antes de que la nave alcanzara su destino y se organizó una gran fiesta. Sebastián preparó de nuevo cordero. De nuevo sirvió Rioja. La teniente Carmen se puso de nuevo contenta, pero ya no se reía con Sebastián, sino con todos los compañeros. Todos se pusieron a contar cosas y la gente se iba animando conforme avanzaba la cena. Uno de los oficiales reía con la teniente: al parecer eran de la misma ciudad y había varias coincidencias más en su vida. La teniente se mostraba encantada con aquella conversación. El androide Sebastián está preparado para mantenerse discretamente al margen cuando nadie solicita su servicio, pero observa toda la situación sin saber bien a qué formula algebraica aplicar para analizar todo aquel proceso. Fue extraño para él computar el hecho de que jamás podría ser de la misma ciudad que la teniente y que nunca podría haber coincidencia alguna en sus vidas.

La fiesta se alargó bastante, pero el día siguiente era un día importante, así que la gente se fue recogiendo. Al final, solo quedaban la teniente, el oficial y Sebastián. El androide terminó de recoger la mesa y se retiró a la cocina a limpiar los platos. Desde ahí escuchó alguna vez más la risa inconfundible de la teniente y el sonido hacía que brotaran solos sus archivos de memoria, cuando era él la que la hacía reír así. Al terminar, la teniente y el oficial ya se habían retirado del salón y se despedían en las puertas de sus camarotes. Sebastián no paró de procesar en toda la noche.

Sabía perfectamente que al día siguiente, en pocas horas, se terminaría su misión. La teniente Carmen se uniría a algunos tripulantes y abandonarían la nave para instalarse en una estación anexa, que se desacoplaría de la estructura principal para tomar un camino diferente. A partir de ahí la nave Ventura se apartaría para alcanzar otra posición y él se quedaría en ella con el resto de la tripulación. Lo más probable es que no volviera a ver nunca a la teniente Carmen.

Lo que no sabía Sebastián es si ella sentiría remotamente algo parecido, si ella tan siquiera se habría dado cuenta de esto, si de algún modo le hubiera gustado volver a verle o si simplemente aceptaba su separación sin que sus sentimientos se quebrantaran. Seguro que al día siguiente se despediría de aquellas estancias, de su asiento de mando y por supuesto tendría que despedirse de él, pero qué importaba aquello. Calibrando sus patrones de comportamiento era capaz de calcular una probabilidad inequívoca de que ella pensara que era absurdo sentir tristeza. ¿Qué iba a hacer, al fin y al cabo? Era la respuesta lógica, quizás emocionarse un poco en el momento, pero nada que fuera a alterar el desarrollo imparable de su vida. Conocía bien el pensamiento humano, que al fin y al cabo era la que le había concebido a él, pero también percibía aquella compleja ironía: ella, que le había expresado sus sentimientos más sinceros como nunca lo había hecho con ningún humano, se separaría de él y continuaría su vida, olvidando aquello que alguna vez había sentido; él, a pesar de ser una máquina programada, fría y metálica, no podría soportar la idea de perder a la persona a la que dedicó todos los procesos que ha ejecutado en su vida consciente.

Aquella noche Sebastián calculó una nueva posibilidad. Si introducía el código de acceso en el ordenador central de la nave, podría manejar el rumbo y dar orden de pasar de largo. No le sería complicado asesinar a los 19 miembros de la tripulación mientras dormían, de forma silenciosa y llevar sus cuerpos de nuevo a las arcas frigoríficas de la bodega de carga. Por la mañana, cuando la teniente despertase, volvería a estar a solas con él, y lo estaría para el resto de su vida.

Sin duda, el plan era una locura, y se daba perfecta cuenta de que la teniente se enfadaría con él en cuanto lo descubriera y que, si bien jamás iba a amar a un androide, menos aún al que había hecho fracasar la misión a la que había dedicado su vida, al que había asesinado a sus compañeros, al que la había dejado atrapada para siempre en una nave a la deriva. Se enfadaría, sí, pero al menos tendría la oportunidad de provocar de nuevo algún sentimiento en ella, algo que no fuera aquella dolorosa indiferencia que ahora percibía, algo que al menos le hiciera sentir de nuevo que ella sabía que existía. Quedarían los dos vagando sin rumbo, minúsculos en una minúscula nave, flotando en el inmenso espacio vacío, pero al menos estarían juntos.

El androide Sebastián volvió a rescatar aquel antiguo archivo de la cena con la teniente que tantas veces había reproducido. Volvió a recordar cómo ella le agarró de la mano. Volvió a recordar el momento en que se produjo aquel acontecimiento fatal. Volvió a recordar el código.

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El androide recorrió el largo pasillo y se encaminó al puente de mando, se conectó al ordenador central e introdujo una serie de 19 caracteres. CJW2OH51MNBLSCHILS3. Esta secuencia de letras y números aparentemente azarosas no significan nada en ningún idioma, y sin embargo esta palabra, si es que se la puede llamar así, es la más triste de cuantas habéis leído hasta ahora, porque estos caracteres, en este orden preciso sirven para formatear la unidad principal de su disco de memoria, y con ella todos los archivos quedarían borrados y jamás volverían a recuperarse, incluyendo aquella dolorosa serie de dígitos que le habían llevado hasta allí.

Mientras se ejecutaba la orden y su memoria se vaciaba, Sebastián pensaba en que al día siguiente, cuando la teniente se despidiera, no vería nada anormal en él, y efectivamente se iría y viviría su vida, pero a él ya no le importaría, porque jamás volvería a sentir nada por ella. Y nadie sabría jamás lo que alguna vez sintió.