martes, 31 de agosto de 2010

LA PUTA AL RÍO

Hace ya tiempo que vengo pensando en romper la baraja, en quemarlo todo y a la mierda, y tiro la puta al río y ahí os quedáis todos, con un palmo de narices, y por mi que os folle un pez polla.

Me contaron que el señor Vicente solía prepararse un litro de vino cada mañana, para beberlo en el barco durante el día. Una mañana fue al puerto y el barco no pudo zarpar. El señor Vicente se sentó a esperar a que lo repararan y descorchó el vino. Cuando le dijeron que el barco no saldría, él ofreció la botella a los marineros y pronunció su célebre frase: "ahora ya, a joderlo todo". A joderlo todo, como decía Vicente, ha quedado acuñado como refrán al que apelan en mi pueblo en ese tipo de situaciones sin remedio: dentro de la derrota, aún cabe celebrar una pequeña victoria… es una tenue variación del castellano “de perdidos al río”.

Existe también otra expresión ligeramente distinta, y notablemente más gráfica: o follamos todos o la puta al río, que no se utiliza en los mismos casos, pero por ahí les ronda. Esta no se refiere exactamente a una situación perdida, no se resigna a aceptar la derrota, más bien al contrario: ante la amenaza de derrota propone una solución radical, invoca una amenaza extrema: o me dejáis jugar o rompo la baraja y aquí no juega nadie nunca más, que a mi no me conocéis, listillos.

O follamos todos o la puta al río apela a un sentimiento noble: exigir justicia, clamar por la equidad. O todos o ninguno. Si mi amigo no puede, entonces yo no quiero. No se trata del perro del hortelano, que no come ni deja comer. Es ligeramente distinto. Aquí el perro si quiere comer: reclama la parte que le toca bajo la amenaza de destrozarlo todo. Sino es para mi, entonces tampoco para vosotros, cabrones. En este mundo innoble que nos guisamos, hay que decir esta frase cada vez más a menudo.

lunes, 16 de agosto de 2010

...YA SABÉIS LO QUE PASÓ

Dicen que el primer poeta fue el que sintió aquello por primera vez: no era calor ni frío, ni era hambre, ni era sed. Tuvo que inventar una palabra nueva para aquello, así que lo llamó amor. Después intentó buscar algo que lo curase. Me gustaría contaros que no tardó en encontrarlo, pero ya sabéis lo que pasó...

lunes, 2 de agosto de 2010

POBRE DIABLO

Cuando lo encontraron, el tipo llevaba más de seis meses muerto. Nadie le había echado en falta en todo aquel tiempo, y sólo se decidieron a derribar su puerta cuando el olor empezó a hacerse insoportable. Ahora me estremezco al pensar cuantas veces habré entrado en el portal diciendo que allí olía a cadáver, cuántas veces me habré preguntado de dónde salían todas aquellas cucarachas.

Cuando yo llegué, la policía ya había precintado su apartamento, así que no pude ver nada. Los vecinos se arremolinaban en el descansillo. Algunos se tapaban las caras con pañuelos para no respirar aquel olor ácido y nauseabundo, que se hacía cien veces más insoportable cuando sabías que emanaba de un muerto. No es que me hubiera quedado con las ganas de presenciar aquel espectáculo macabro, pero ahora realmente me planteo si hubiera sido mejor verlo que imaginarlo. Ahora que me derretía vivo en mi habitación, a más de cuarenta grados, en uno de los veranos más calurosos que recuerdo, y ante la imposibilidad de dormir, no podía evitar imaginar el estado de aquel cadáver macerado, después de varios meses de cocción a fuego lento, hinchado y podrido, licuado por dentro, mancillado por los insectos.

Una vez escuché la historia de una vieja que vivía sola con un montón de gatos. La vieja había muerto y los gatos se la habían comido entera. Al cabo del tiempo sólo habían encontrado su esqueleto pelado. Pero éste fiambre no tenía siquiera un perro que le ladrase, ni una mala mascota que pudiera devorarle. El pobre diablo se había muerto en Navidades, antes de fin de año: eso quiere decir que mientras todos celebrábamos las fiestas, él estaba muriéndose sólo en su casa, y mientras brindábamos con champán y soplábamos nuestros matasuegras, él ya era un fiambre al que todo le importaba todavía menos que cuando vivía.

A los pocos días de instalarme en aquel edificio ya me advirtieron sobre la presencia de aquel vecino en el entresuelo primera. Me dijeron que era un señor muy mayor al que no le gustaba demasiado la gente, me dieron a entender que había perdido el juicio y más de una vez escuché quejas sobre el olor y discusiones por la basura que acumulaba en su casa. El tipo dejó de pagar la contribución a la comunidad en Noviembre, un mes antes de morir. El presidente llamó a su puerta y el se asomó con la cadena echada. Le dijo que se marchara de allí sino quería que llamase a la policía. Le dijo que no iba a pagarles nada a aquella pandilla de hijos de puta, y que ya bastante le costaba reunir dinero para comer como para gastárselo en gilipolleces, pero añadió que no se preocupara, que no pensaba volver a usar nada de la comunidad: no iba a ensuciar su portal de mierda, ni iba a abrir su buzón de mierda, ni mucho menos iba a coger su mierda de ascensor. Todo aquello le traía sin cuidado, porque no pensaba volver a salir de casa: se quedaría allí atrincherado y que le jodieran al mundo. Ya no tendría que volver a ver sus feas caras de imbéciles, reprochándole y juzgándole, y denunciándole a los servicios sociales o amenazándole con llamar a sanidad. Él llevaba viviendo en aquel edificio mucho más tiempo que todos ellos juntos y no tenían derecho a darle lecciones de nada. Lo único que querían era joderle vivo, echarle de casa y dejarle morir en la calle, para poder venderle su apartamento a alguna pareja joven y mansa, a un par de dóciles corderos que combinaran bien con el resto de la decoración. Claro, ahora les molestaba un viejo maloliente y pobre. Ahora les estorbaba su presencia. Les parecía feo.

En realidad yo nunca me lo crucé, así que ni siquiera sé qué aspecto tenía. Tampoco sé si realmente se le había ido la olla por completo y había decidido sepultarse en basura, o si tenía parte de razón y llevaba una forma de vida pacífica y controlada que los demás sencillamente no querían tolerar. No sé si era un pobre hombre al que ya no le quedaba familia ni amigos con vida o si era un auténtico hijoputa que había despreciado a todo el mundo durante tantos años que se había ganado a pulso que le dejaran solo.

No sé si tenía dos hijos que ya eran adultos y que se habían olvidado de lo bien que se había portado papá con ellos cuando eran pequeños y le habían dejado allí como a un mueble para poder vivir alegres con las zorras de sus mujeres, mientras esperaban a que él la palmara para poder cobrar su herencia, y que ni siquiera habían tenido la decencia de invitarle a sus putas casas para presentarle a sus condenados nietos; o si sus dos hijos habían jurado no volver a mirar a la cara al cabrón de su padre, que no había hecho más que joderles la vida desde que nacieron, o incluso si alguna vez pronunciaron la frase “Por lo que a mi respecta no tengo padre, y me trae sin cuidado lo que le ocurra a ese viejo borracho, como a él le trajo sin cuidado lo que nos pasara a nosotros cuando abandonó a mamá”.

No lo sé ni me hubiera importado nunca, de no haber sabido ahora que llevaba varios meses pudriéndose debajo de mí, mientras yo hacía mi vida y subía y bajaba por delante de su puerta. No sé qué tiene que hacer un hombre para acabar tan sólo como para no importarle a nadie ni siquiera después de muerto. No sé si hay que esforzarse y ganárselo a pulso, después de toda una vida de odio y desprecios, o si se debe más bien a una suerte desgraciada que quiso rodearle de desagradecidos que prefirieron olvidarse de él.

Pienso en esto mirando al techo de mi dormitorio porque el calor me impide dormir, y me pregunto si es posible que mi vida me reserve esa misma suerte, si terminaré sólo, sin familia y sin amigos, hasta ese día de Navidad en el que me cueste levantarme para recoger la leche que hierve en el fogón y se derrama sobre el suelo de la cocina, y sienta al levantarme un pinchazo agudo que me obligue a sentarme otra vez y repetirme a mi mismo que sólo es algo pasajero, que intente recuperarme y llegar hasta el teléfono para pedir ayuda, sin darme cuenta siquiera de que no tengo a nadie a quien llamar. Y lo pienso y lo pienso y me imagino caer lentamente desde el sofá al suelo de moqueta, con el tiempo suficiente para decidir en qué postura quiero morir, mientras fuera escucho el alboroto de las fiestas.

Pienso en si algún día algún vecino se preguntará de dónde diablos salen tantas cucarachas, ignorando que yo me pudro debajo de él, a cuarenta grados de temperatura, en uno de los veranos más calurosos que recuerda.

EL FINAL DE LA PELÍCULA

¿Te acuerdas del final de todas aquellas películas que veíamos cuando éramos pequeños? Siempre ocurría lo mismo. Pasa en La Historia Interminable, y pasa también en El Vuelo del Navegante. En realidad también pasa en Alicia en el País de las Maravillas. El protagonista visita un mundo mágico en el que vive mil aventuras y después regresa a la realidad de siempre, solo que ahora su hogar ya no le parece un sitio aburrido y detestable, sino el mejor lugar del mundo. Es el viaje del héroe.

Suele ocurrir que el protagonista empieza el viaje en un momento clave, cuando se siente más infeliz, cuando más harto está de su vida, en medio de una discusión o durante un castigo o en una clase de matemáticas. Su vida es un coñazo y desea morir sólo para no tener que padecer esa mierda, pero en el momento más inesperado viaja sin querer a un universo desconocido, opuesto al suyo, con reglas nuevas: es el lugar que siempre ha deseado habitar, pero allí tendrá que enfrentarse a mil peligros. En el camino hará amigos, que le ayudarán y le acompañarán, y a menudo tendrá que detenerse para ayudarles, pero su objetivo personal, invariablemente, siempre es el mismo: regresar a su hogar.

Maldito el día que deseó marcharse de allí. Maldito él mismo por no haber sabido darse cuenta de lo maravilloso que era todo. Ojalá pudiera ahora volver y abrazar a la gente que más quiere.

Cuando el viaje termina, el héroe vuelve a la realidad, a la suya, restaurada en el mismo momento en que la abandonó, como si nada hubiera ocurrido. Las personas de su entorno continúan como siempre, con sus virtudes y sus defectos, pero él ha cambiado su manera de mirarlos. Despierta de nuevo, en medio de la discusión, pero en lugar de gritar o dar un portazo, sonríe y mira a los ojos a su madre y le dice “te quiero”. Los demás, que son ajenos a su viaje, se sorprenden de su reacción, y aunque todo vuelve a su cauce y las cosas son igual que al comienzo de la historia, el protagonista ya es feliz.

Así quisiera yo terminar la película, maldita sea. Me despertaría de nuevo en medio de aquella discusión, te miraría a los ojos y te diría que te quiero, y tú me mandarías a la mierda y me dirías que soy un hijo de puta y que hay que echarle mucha jeta para venirme con esa mierda a estas alturas. Me mirarías con rabia, sin saber nada de mi viaje ni nada de lo que me ha pasado. Estarías enfadada, y con razón, pero yo seguiría sonriendo, sin decir nada, y en lugar de marcharme y desaparecer para siempre, te abrazaría, y todo volvería a ser perfecto mientras los títulos de crédito se deslizan sobre la pantalla.