viernes, 4 de junio de 2010

LAS ALUCINANTES AVENTURAS DE BILL Y TED


Yo tendría unos ocho años. Fue antes de que construyeran el parque que hay al lado de mi casa. Antes allí había un descampado, un terraplén baldío que había sido conquistado por la maleza, o quizá, más correctamente, que aún no había sido arrebatado por la ciudad. Por alguna razón ese espacio se había quedado muerto, en el medio de dos grandes bloques de edificios. Había bastante pendiente, entre mi calle y la de abajo, y el lugar estaba cerrado con un perímetro de vallas de aluminio para evitar que la gente entrase allí y se despeñase entre las rocas, sin embargo muchas de las vallas habían sido reventadas y los chavales del barrio a menudo se colaban por los agujeros.

Si las circunstancias hubieran sido otras jamás habría entrado allí y jamás me habría ocurrido nada de lo que me ocurrió, pero la casualidad quiso que mi videoclub estuviera justo en la calle de abajo, a la misma altura que mi casa, pero en la calle de abajo, de modo que cruzar por allí era un atajo considerable, comparado con dar toda la vuelta hasta el final de la calle.

Entraba por una esquina donde la chapa de aluminio estaba cedida. Daba a una vía abierta entre la maleza, por la que el tránsito de los peatones había marcado un camino difuso. Recuerdo especialmente una rampa de piedra que tenía una pendiente de varios metros y había que bajarla por las malas, a fondo perdido, sin nada a que agarrarse. El polvo y la arena la hacían peligrosamente resbaladiza y cuando llovía era aún peor. He llegado a ver verdaderas cascadas de agua bajando por aquel tramo. A la vuelta resultaba prácticamente imposible de trepar, y menos aún con una cinta de VHS en la mano.

En primavera, cuando los días son más claros, era un placer cruzar por allí a media tarde, aunque nunca dejaba de ser un lugar inquietante, sembrado de jeringuillas, condones usados, compresas y jirones de ropa, en el que el peligro parecía acechar agazapado en cada esquina. Desde que cruzabas la valla, y conforme te ibas adentrando en la maleza, ibas dejando atrás el sonido del tráfico hasta que apenas se escuchaba nada, y el solar se convertía entonces en un lugar silencioso e inmóvil. A veces, entre los árboles, encontrabas los restos de algún campamento de vagabundos: latas de conservas, mantas sucias y a menudo sus heces decoradas con pañuelos de papel arrugados. Luego, más adelante, entrabas en una zona oscura, en la que las copas de los árboles se cerraban y apenas dejaban pasar la luz entre las hojas. Cuando te cruzabas por allí con alguien que subía, bajabas la mirada a su paso, sin saludar siquiera, con una complicidad clandestina que obligaba al silencio. Era al final de aquel pasillo cuando llegabas a la rampa, y a partir de entonces, cada paso en falso hacia la derecha o hacia la izquierda podía terminar con tu cuerpo entre las zarzas, hasta llegar al final, donde el camino se pegaba al edificio colindante y hacía una curva más ancha, donde se acumulaba la basura que los vecinos tiraban desde los balcones.

A pesar de todo este panorama tan hostil, uno cruzaba por allí despreocupado y decidido, hasta que alguna señal desplegaba una alerta. Algún movimiento entre los matorrales, quizá una rata, quizá un yonki preparándose un chute, y de pronto entendías que eras un chaval desvalido y que estabas en el punto más vulnerable de la ciudad, a expensas de atracadores y asesinos. Apretabas el culo y apurabas el paso, pero pensabas también que si resbalabas por la rampa, caerías sin remedio en las zarzas y te golpearías contra las rocas, y nadie escucharía tus gritos de auxilio, y sería prácticamente imposible que te rescataran y morirías sin remedio con una película alquilada todavía sin ver.

Aquel día, sin embargo, no era una tarde idílica de primavera, sino más bien una mañana oscura de invierno. El cielo estaba completamente encapotado y la luz lo teñía todo de color gris. La tierra se había convertido en barro y el camino en un verdadero arroyo. Hice todo el camino hasta la rampa y me agaché para bajarla agarrado a las rocas. Descendí con cuidado, llenándome las manos de tierra mojada y empapándome los bajos de los pantalones. Seguí hasta la curva llena de basura y al pasar por allí, justo un metro delante de mí, cayó desde los balcones un bulto enorme que casi me aplasta. Era un niño. Un niño de mi edad. Se quedó tumbado boca abajo, inmóvil ante mí, con la cabeza hundida en el suelo. Miré hacia arriba y todo estaba igualmente inmóvil. No había nadie asomado a los balcones. Volví a mirar el cuerpo del chico. El barro a su alrededor empezó a oscurecerse y en los charcos de agua se mezclaron con la sangre. No se escuchaba absolutamente nada. No había sirenas de ambulancias, ni de policía. No había nadie alrededor. Sólo el silencio y la más absoluta normalidad. Me quedé allí de pié como un idiota durante por lo menos un minuto. No sabía qué diablos hacer. Después volví a mirar alrededor. No había nadie a quien recurrir. Yo era solo un niño y era la primera vez que veía un cadáver, y sin embargo, no estaba asustado, sino más bien preocupado por lo que debía hacer. ¿Tenía que gritar? ¿Ir corriendo a la calle y llamar a un policía? ¿Tendría que acompañarle hasta aquí y explicarle cómo pasó todo? ¿Tendría que responder a un millón de preguntas? Me agobié hasta el extremo que decidí continuar mi camino como si nada.

Entré en el videoclub y dije buenos días. Estuve un cuarto de hora paseando entre las estanterías. Alquilé una película y volví a salir. Esta vez, para volver a casa, dí todo el rodeo hasta el final de la calle. Entré en casa y me puse a ver la película. Era Las alucinantes aventuras de Bill y Ted.