martes, 21 de marzo de 2017

QUERIDA OLAIA

Te debo desde hace tiempo un relato que nunca llegué a escribir, pero que me ronda en la cabeza desde que nos conocimos. Es un relato hermoso y triste, y es posible que por eso no me haya atrevido nunca a ponerlo en el papel. Es un relato sobre almas perdidas en viejos hoteles, sobre destellos de luz en la penumbra, sobre olvidos y recuerdos. Porque lo cierto es que aún recuerdo perfectamente el día en que nos conocimos, Olaia, lo recuerdo bajo un tamiz de niebla y polvo, pero sobretodo recuerdo un detalle absurdo y efímero que, sin embargo, se ha quedado esculpido para siempre en mi memoria: tú tropezaste torpemente, tirando la comida al suelo, y en tu rostro se escribió una graciosa expresión de vergüenza que hizo traslucir por un instante el rostro de la niña que habías sido hacía no mucho tiempo. Después nos reímos y nos comimos la comida del suelo, y miramos al cielo de noche, y tú sonreíste y te apartaste de la cara tu larga melena cobriza y dejaste entrever tus ojos de color verde claro, y aquella noche dejamos inscritos nuestros nombres en la barandilla de madera que baja al puerto, y nos perdimos por los callejones, y no quisimos saber dónde estábamos hasta que volvió a salir el sol. Hoy he pasado por allí y he vuelto a ver en la barandilla la vieja inscripción erosionada por el tiempo: Moncho y Raquel, 7-12-09, ya comida por el viento y por los días, borrosa y confusa, como el recuerdo del día en que nos conocimos.