Por la mañana, el folio en blanco y el bolígrafo reposan sobre la mesa del escritorio, impacientes, como si llevaran años esperando. Las herramientas básicas, el pico y la pala del escritor, son a la vez su salvación y su condena. La luz del sol se filtra a través de la persiana y proyecta formas irisadas sobre la superficie del folio. Ya sabéis, toda esa mierda.
Escribir no es difícil cuándo sabes qué decir. Lo dices y ya está. El problema es cuando no tienes ni idea de lo que quieres contar. Entonces, mirar al folio en blanco es como mirar a la cara a la propia muerte. No es fácil enfrentarse al vacío y mucho menos cuando está dentro de uno mismo.
El otro día escuché una leyenda india o algo por el estilo. Venía a decir lo siguiente:
En el bosque, todos los animales estaban congregados celebrando la llegada de la primavera. Todos eran felices menos el hombre, que estaba sentado a parte, empapado de tristeza, debajo de un árbol. Los animales se acercaron y le preguntaron qué le pasaba. “No nos gusta verte triste” le dijeron. “No soy feliz, porque la naturaleza ha sido injusta conmigo” dijo el hombre. “Vosotros podéis hacer muchas cosas, pero yo no puedo hacer nada”. El búho se acercó y le dijo “Deja de estar triste: dinos lo que quieres y nosotros te lo daremos”. “Querría tener buena vista” dijo el hombre. “Pues tendrás la mía” le respondió el búho. “Quisiera ser muy fuerte” dijo el hombre, y el jaguar le contestó “Serás tan fuerte como yo”. Así, todos los animales del bosque le fueron dando al hombre todo lo que podían hasta satisfacer todos sus deseos. Cuando acabaron, el hombre se marchó.
“Ahora el hombre ya tiene todo lo que deseaba” dijo el jaguar “ya no estará triste nunca más”. “Te equivocas” respondió el búho. “He visto un agujero en el hombre, y es tan profundo que jamás conseguirá llenarlo: es eso lo que le hace infeliz.“
Por la mañana de un miércoles cualquiera de 1986, yo estaría sentado en un pupitre doble del aula de parbulario. Ya casi no recuerdo como era ni recuerdo tampoco quién se sentaba conmigo. En realidad, lo único que recuerdo eran el tacto y el olor de las ceras de colores. La sensación de destrozarlas contra el folio en blanco. Manchas salvajes de colores, líneas curvas y rectas, donde antes no había nada.
En clase, la maestra nos mandaba dibujar a nuestra familia o nuestra habitación, nos pedía que dibujáramos algo que hubiéramos hecho el fin de semana o en las pasadas vacaciones. Creo que todavía debo conservar alguno de aquellos dibujos por alguna parte. Aquella mañana de miércoles, sin embargo, la maestra tenía una recomendación mucho más enigmática: el tema era libre, podíamos dibujar lo que quisiéramos. La clase parecía contenta.
A mi alrededor, mis compañeros empezaban a estrellar sus ceras contra los folios. Unas líneas primero, para definir los contornos. Después los colores de relleno y algo de fondo. Quizá incluso algo de perspectiva. Después de unos minutos ya podía reconocer lo que estaban dibujando algunos. Mi compañero de pupitre dibujaba un coche. El de delante hacía algo parecido a un perro. Ante mi, sin embargo, se imponía el inmenso precipicio del folio. Yo, que siempre había procurado acatar el tema propuesto, ajustarme a la pauta, no salirme de los bordes, me enfrentaba ahora a la incertidumbre. ¿Qué dibujar?
Pasaron los minutos y las ideas hervían en mi cabeza. Quise pintar un tanque, una casa, un caballo, un paisaje montañoso, un platillo volador, pero estaba paralizado por la inseguridad. ¿Qué hacer? Al fin y al cabo estaba libre del yugo del encargo. Libre para hacer lo que quisiera. No tenía que limitarme a los manidos clichés de siempre. Nada de familia ni de vacaciones. Ya no era un esclavo y podía dibujar lo que quisiera. Lo que siempre hubiera querido dibujar, podía hacerlo ahora. Un dragón de varias cabezas, un castillo o un barco. Tenía cientos de ideas brillantes, pero ¿cuál de ellas escogería?
Acerqué la cera al folio sin saber bien por dónde empezar. Comencé a trazar una línea horizontal de lado a lado, luego una línea curva. Luego me detuve a mirar. No tenía ni idea de qué estaba haciendo. ¿Qué diablos era aquello? Los minutos pasaban y ya no sólo me enfrentaba a la incertidumbre, sino también al tiempo, y por lo tanto al miedo.
Confiaba en que aquellas líneas abstractas, fruto del azar, me dictaran alguna norma, pero aquellos garabatos no dictaban nada. Aquello no se parecía a nada conocido. Hice otra raya más, que con la anterior podían parecer la silueta de un hombre. Traté de terminar la figura como pude. Era un hombre caminando. Bueno, más o menos. Luego dibujé un sol con una sonrisa y unas nubes para completar un poco el asunto. Apenas pude terminar, porque me había pasado toda la hora en blanco. Mi dibujo era sin duda el peor de todos.
La profesora se acercó con mi trabajo en la mano. Me preguntó qué era. Me preguntó porqué lo había dibujado. Yo era un manojo de nervios. Empezó a dolerme la barriga. No sólo había tenido que resolver aquella papeleta sino que ahora encima tenía que justificarla. Mierda. Le dije que no sabía. Me preguntó si estaba contento con mi dibujo. Joder, yo sabía de sobra que no era lo mejor de mi mismo, pero ¿qué quería que hiciera con tan pocas directrices? Me había obligado a saltar al vacío, sin red, y bastante era ya con que hubiera conseguido terminar algo como para exigir que fuera consistente. Me eché a llorar y le dije a la profesora que qué quería que hiciera, si no me había dicho qué tenía que dibujar, que me había pasado toda la hora pensando qué hacer y que luego no me había dado tiempo a hacer nada decente.
Por la tarde, al salir del colegio, fui con mi padre a la explanada que hay al lado del puerto. Habían instalado allí el Gran Circo Italiano. Fuera de las carpas se podían ver todo tipo de animales. Unas llamas, un elefante y hasta una cebra. Aquello era una pasada. Me hice una foto encima del elefante y otra sujetando a un chimpancé. Mi padre me acercó a una especie de atracción en la que unos ponis giraban atados a una noria. Me subió a uno de los ponis y me agarré fuerte de las crines. Aquel bicho estaba caliente y olía mal. En realidad no era como yo me esperaba. Aquello no tenía nada de la gracilidad de un corcel. Era rechoncho y pestilente. Un gitano con dientes de oro se colocó de pié a mi lado y me sujetó de la cintura. Olía aún peor que el caballo. El animal empezó a moverse con torpeza, arrastrando los cascos cansadamente sobre el barro. Pasó un rato y después el gitano me bajó. Mi padre me preguntó si me había gustado y yo le dije que mucho, pero en realidad me había decepcionado.
Entramos a la carpa y vimos el espectáculo del Gran Circo Italiano con sus tres pistas. Los payasos, los malabaristas, los domadores y toda ese rollo. Cuando terminó ya era de noche. Al acercarnos a la salida vi cómo el gitano desenganchaba a los ponis y los iba metiendo en un redil. Allí dentro, ya sueltos, los ponis empezaron a colocarse uno detrás de otro y continuaron caminando en círculos.
No es fácil enfrentarse con el vértigo al vacío, amiguitos, pero peor es caminar en círculos.