Parece ser que el anciano estaba ya muy mal cuando recibió la última visita del promotor inmobiliario, que se presentó en su casa sin más, con un traje elegante. El anciano le recibió en su lecho de muerte, prácticamente ciego. El hombre se acercó y le explicó que esta vez su oferta era mucho más ventajosa. Hablamos de mucho dinero. Entendía que hubiera preferido pasar su vida en aquella casa, pero ahora ya no tenía sentido negarse a vender. Había muchas familias jóvenes que esperaban tener la oportunidad de vivir en aquella zona. Tenía que pensar en ellos. Ahora que se acercaba el final, tenía la oportunidad de hacer lo correcto antes de abandonar el mundo. Eso le dijo, y le acercó el contrato a la cama y hasta le colocó un bolígrafo en la mano. Sintió el tacto de su piel vieja y fina como un pergamino. El anciano hizo lo posible por recostarse, entre toses. Con sus últimas fuerzas agarró el bolígrafo y lo apretó contra el papel. Trazó un garabato torpe y se lo pasó al promotor, después le cogió la mano y le dedicó una mirada mientras en sus ojos se extinguía la vida. El promotor le soltó la mano y miró el contrato. Al final del papel, en el hueco donde debería estar su firma, el anciano había escrito “Que os jodan, hijos de puta”.
jueves, 26 de noviembre de 2009
QUE OS JODAN, HIJOS DE PUTA
sábado, 21 de noviembre de 2009
ENCONTRÉ UN CHULETÓN EN LA CALLE
Ni siquiera sé porqué acabé en aquella fiesta, pero ya venía siendo habitual encontrarme en este tipo de situaciones cualquier miércoles por la noche, o martes, o jueves, o cualquiera que fuera el puñetero día de la semana. Ciertamente, lo único que alteraba mi horario era que los fines de semana el metro cerraba tarde y podía volver a casa a eso de las 3 o las 4 de la mañana, mientras que los días laborables tenía que esperar hasta que abriera, a eso de las 5:30.
Aquel jueves o lo que fuera me había colado en una fiesta de postín y no podía encontrarme más fuera de lugar. No conocía a nadie allí dentro, así que me hice amigo del camarero, que me puso todos los cócteles que pude beber. Para cuando me echaron de la fiesta, ya eran las cuatro de la mañana y yo apenas podía caminar recto. El metro estaba cerrado y mi casa quedaba a más de una hora caminando, así que me paré en un cajero para sacar dinero para un taxi.
Introduzca su número secreto. 4573. Código erróneo. Continuar. Introduzca su número secreto. 4753. Código erróneo. Joder, ¿cómo era? Me lo sabía tan de memoria que mis dedos normalmente lo tecleaban sólo, sin que tuviera que pensar nada. Maldita sea, ¿cómo podía haberlo olvidado? Continuar. Introduzca su número secreto. 4357. Código erróneo. Tarjeta retenida por cuestiones de seguridad. Por favor, consulte con su banco. ¿Cómo? Maldita sea. ¿En serio se la ha tragado? Cajero, cabrón, devuélveme mi puta tarjeta.
Diablos, ¿qué podía hacer ahora? Golpear el cajero parecía lo más racional. También le di una patada, pero no conseguí arreglar el problema. Lo mejor era no pensarlo demasiado y enfilar el camino a casa, sin demasiados victimismos. Cuanto más lo lamentara, más horrible sería el camino.
Estarán de acuerdo conmigo en que pasear a las cuatro de la mañana de un miércoles por el centro de una gran ciudad es una experiencia interesantísima. Vi pasar un coche tuneado con luces de neón a doscientos kilómetros por hora con música tecno sonando a todo volumen en el interior; un sudamericano le gritaba a una mujer y la policía se acercó para detener la riña; un portero echó a un borracho de un garito y el borracho empezó a molestar a dos chicas que pasaban; un paquistaní mantenía negocios ilegales en una esquina oscura y siete putas de diferentes procedencias esperaban clientela en el borde de la acera.
Yo caminaba fluidamente, con los tobillos ya en caliente, tratando de mantener el rumbo lo más recto posible y sólo me detuve una vez, junto al banco de un bulevar. Sobre el asiento reposaba un enorme y jugoso chuletón envasado al vacío, en una de esas bandejas del supermercado. Un chuletón de un kilo. Os lo juro. Y yo sin cenar.
En circunstancias normales uno se plantea dos veces eso de coger comida del suelo, pero el alcohol nos da en arrojo lo que nos quita en prudencia y mi estómago mandaba en aquel momento sobre el resto de mi organismo. No había comido carne en toda la semana y no me cabía ninguna duda de que el mismo Dios había colocado aquel sangriento pedazo de carne justo allí, tan coqueto sobre el banco, justo en medio de mi camino, para premiarme por mi misticismo. Agarré el chuletón y volví el resto del camino dando brincos.
Al llegar a casa, ligeramente menos borracho, decidí examinar el botín más detenidamente. Diablos, yo no era forense ni nada, pero no detectaba restos de necrosis, al menos a nivel superficial. Quizá había adquirido un tono grisáceo por los bordes, pero aquel pedazo de carne aún estaba fresco y por suerte yo lo había encontrado antes de que se hubiera echado a perder. A la mañana siguiente, algún empleado de la limpieza se lo hubiera encontrado ya podrido y habría acabado sus días en la basura.
Es cierto que al acercar la nariz noté cierto olor a cadáver. Un olor no demasiado agradable, quiero decir, pero pensé que tanto tiempo sin probar la carne podría haberme generado una sensación de rechazo. Olía un poco fuerte, pero estaba bien. Pensé que, en todo caso, al incinerarlo en la sartén conseguiría esterilizarlo: si algo hubiera de malo en aquel filete, sin duda ardería en el fuego.
La carne se contrajo al primer contacto con el aceite caliente y empezó a chisporrotear como una verbena. Estaba muy borracho, pero tenía clara una cosa: nada de “poco hecho”, nada de “en su punto”. Aquello tenía que rebasar la categoría de “muy hecho” para adentrarse en la de “carbonizado”.
Lo serví escuetamente en un plato y cogí mi cuchillo más afilado. Probé el primer bocado caliente en todo el día y sentí que mi cuerpo se activaba. En mi estómago había fiesta y todo el organismo estaba pidiendo refuerzos. Por allí no se había visto tal despliegue de proteínas desde hacía tiempo.
Bocado a bocado empecé a paladear la carne, que tenía un sabor tan fuerte como su olor. A cada mordisco me convencía más de que aquella carne quizá llevara muerta demasiado tiempo. En mi mente vi a un lobo hundir sus dientes sobre el cuerpo de un cordero. Un buitre desgarraba la carne del cadáver de un búfalo. Un león clavaba sus colmillos en el muslo de una gacela y lo desgarraba de un mordisco. La sangre oscura le resbalaba de la boca. Un festival de carne, sangre y tendones.
Ya llevaba comido más de medio chuletón cuando empecé a sentir un dolor punzante en el estómago, no sé si por sugestión o por putrefacción, así que decidí dejar el festín sin terminar, porque me gusta ser un hombre precavido.