miércoles, 30 de diciembre de 2009

UN DIA DE SUERTE

Ya pasaban de las cuatro y el único sitio con comida resultó ser una de esas hamburgueserías grasientas del centro. Me senté en una de las mesas a comerme la hamburguesa, las patatas y el refresco, y miraba a mi alrededor como si realmente hubiera aterrizado en otro planeta. Es alucinante que la evolución de los acontecimientos nos haya llevado desde los tiempos de las cavernas a concebir estos lugares. Es divertidisimo. Desde cualquier rincón puedes observar a gente de índoles dispares, afanándose en frenéticas tareas, como quien observa la actividad en un hormiguero.

Mientras mordía la hamburguesa, entretenido con esta visión, un señor enorme se sentó a mi lado y se puso a comer como si no hubiera mañana. Realmente engullía la hamburguesa. Quiero decir que se metía pedazos enteros directamente en el gaznate, y proyectaba migas de pan por las comisuras de la boca como si fuera un jodido dibujo animado. De pronto me sobresaltó la voz aguda y directa de un niño pequeño. Efectivamente, se trataba de un sujeto de unos siete años que me miraba con los ojos tan abiertos que parecía pensar que vería más cosas cuanto más los abriera.

“¿Qué dices chaval?” “Que si me da usted la pegatina.” “¿Qué pegatina?” “La que viene con el refresco.” “Claro, chaval, tómala.” Arranqué la pegatina del refresco y se la pasé. El niño se fue corriendo, poseído por una convulsión histérica. Se arrojó al suelo y se puso a rascar la pegatina frenéticamente. Al angelito le hacía ilusión el regalito de las hamburguesas. Ojalá a mi pudieran hacerme feliz tan fácilmente. Claro, chaval, sé feliz con tu pegatina. Me encanta hacer sonreír a un niño.  

Yo todavía no había dado otro mordisco a la hamburguesa cuando el niño se puso a chillar, como si hubiera entrado en un trance diabólico. Saltaba y saltaba con la pegatina en la mano. “Si, si, si, si, premiooooo.” Gritaba. Joder, si que le gustaban al niño los muñecos que regalaban con las hamburguesas. Terminé mi comida mientras el niño alborotaba todo el local. No dejaba de gritar y los adultos empezaban a arremolinarse a su alrededor. Me levanté a devolver la bandeja, pero de repente sentí una descarga helada en la columna cuando leí el anuncio en el salvamanteles de papel chorreado de Ketchup. De pronto lo entendí todo. Entre los surcos de grasa y las manchas de salsa se leía en letras grandes y doradas “Gane 300.000 euros”.

El hijo de puta del niño acababa de ganar 300.000 euros con mi puta pegatina. Era mi refresco, era mi pegatina, era mi premio, y aquel chaval era un hijo de puta que me había engañado. Yo pensaba que el crío quería un robot o alguna mierda de esas, pero el muy usurero quería la pasta. Hay que ver cómo de cabrón puede llegar a ser un niño. El pequeño bastardo me había tomado por imbécil. Corrí hacia él verde de furia. Rompí la primera capa de personas que le rodeaba y aún tuve que apartar algunos hombros más antes de poder agarrarle. Le cogí de las solapas y empecé a zarandearle en el aire. Le grité “hijo de puta, eres un hijo de puta, esa era mi pegatina.” La gente se apartó unos pasos instintivamente. El niño me miró estupefacto. Tenía la cara crispada como si la estuviera sacando por la ventanilla de un coche. Estaba paralizado de terror y tardó unos segundos en levantar la mano temblorosa para devolverme la pegatina. Con un hilo de voz que surgía del fondo de su estómago masculló un “lo siento, perdone, yo…”. Miré la pegatina y leí el mensaje que venía escrito. “¡Has ganado un helado!”.

Solté al niño de las solapas y le coloqué un poco la cazadora. Me giré y vi unas veinte miradas perforadoras clavadas en mi. El local entero se había quedado en silencio. Tranquilamente caminé hasta la barra y le pedí el helado al camarero.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

LA ANOMALÍA

Ya sabéis como empiezan siempre estas cosas, de la manera más anodina, cualquier mañana aburrida de Noviembre. Seguramente la primera señal se detectó en un laboratorio cualquiera, por una leve variación en las lecturas. Seguramente alguna aguja empezó a oscilar en algún aparato, marcando el valor que no debía, y seguramente el becario que estaba encargado, al ver que no le cuadraban las cuentas, fue a alertar a su superior, temiendo haberla cagado en algo.

Al superior se le debió caer el cigarro de la boca al leer aquellas cifras y seguramente llamó a sus colegas para cotejar los datos y los colegas empezaron a mearse en los pantalones. La comunidad científica al completo escupió el café mientras los números bailaban en sus calculadoras. Para cuando se empezó a investigar seriamente el asunto, la Humanidad entera había fijado ya su atención en aquel punto lejano de la galaxia, aquel lugar oscuro en medio de ninguna parte que se dio a conocer como La Anomalía.

Una porción de nada en el centro de la nada más inmensa. Un puñetero puntito en medio del puñetero Universo, idéntico a todos los demás puntitos, pero jodidamente distinto: un tumor espacial en el corazón de la galaxia.

Nadie entendía nada de lo que estaba pasando, y mucho menos los científicos. ¿Cómo podían explicar algo tan complicado a toda una Humanidad histérica que no entendía una mierda de física? La gente ni siquiera sabía lo que ocurría en su propio planeta y de repente tenían la vista puesta al otro lado del Universo. Por si no se sentían ya suficientemente pequeños, de pronto se dieron de narices con el infinito. Ignoraban porqué de repente era tan importante aquel jodido lugar, si es que se le puede llamar lugar al puñetero vacío, y todo que alcanzaban a entender es que, a millones de años luz, aquella inmensa porción de espacio, más grande que cien planetas, les estaba tocando los cojones a escala cósmica. Y tampoco les hacía falta entender mucho más.

El problema, efectivamente, no era que los números bailasen ni que nadie entendiera nada, sino el estado de incertidumbre general en el que quedó sumida toda la población de la Tierra días después del descubrimiento de la Anomalía. La gente continuó con sus rutinas, como si nada y, aunque el tiempo mitigó sus preocupaciones, dejó sus almas marcadas por una desazón punzante. Nadie hablaba del asunto, para no pensar en ello, y hasta parecía que todo aquel angustioso episodio no había llegado a ocurrir nunca, pero en el fondo sabían que aquel lejanísimo cáncer invisible seguía flotando impasible sobre sus cabezas.

Nadie puede saber con seguridad si los efectos de la Anomalía existían ya antes de su descubrimiento, pero desde luego, a partir de que la noticia se hiciese pública, las consecuencias fueron devastadoras. Al principio, todo el mundo pensaba que aquello sólo les estaba ocurriendo a ellos y tardaron mucho tiempo en comprender que la tristeza que había invadido sus pensamientos era en realidad un fenómeno generalizado.

La angustia que provocaba aquel enigmático lugar vacío se difundió por todo el mundo. Los síntomas podían apreciarse a simple vista, en los hombros caídos, en los andares vagos, en la mirada perdida. La angustia provocaba vértigo y el vértigo generaba ataques de ansiedad y hasta de pánico. Algunos apenas conseguían conciliar el sueño. Aquella enfermedad sutil parecía haberles contagiado a todos, como si aquel vacío que flotaba en medio de la nada se hubiera instalado también en sus corazones. La Humanidad entera se sintió desamparada y sola, sin suelo bajo los pies y, como una imparable epidemia, se extendieron por todo el planeta unas inexplicables ganas de llorar.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

LA CABINA

Yo debía rondar los doce años y si por aquel entonces me hubiera visto a mi mismo hoy en día estoy seguro de que no me habría reconocido. En aquella época todavía no había comenzado la fiebre de los teléfonos móviles y la gente era amiga de las cabinas telefónicas. ¿Os acordáis? Ahora ya casi no quedan, diablos. Cuando buscas una estás perdido.

Al lado de mi portal solía haber una de esas con puertas plegables, en las que tenias que entrar. En fin, una cabina de verdad, porque las otras técnicamente ni siquiera son cabinas. Estaba en la esquina, justo en la entrada de unas escaleras que se volvían oscuras y peligrosas durante la noche. Generalmente, la cabina amanecía con los cristales rotos y llena de pintadas y era común encontrarse el cable roto, colgando, y el auricular tirado por el suelo. El interior olía a urinario público y nunca me quedó muy claro si eran solo los perros los que meaban allí. Rara vez funcionaba pero, aún así, recuerdo haber hecho muchas llamadas desde aquel pequeño compartimento.

Después vi El Doctor Who y El viaje alucinante de Bill y Ted, en las que los personajes viajaban en cabinas telefónicas, y el interior metálico de aquel cacharro comenzó a ganar encanto en mi imaginación. El cristal traslucido por la pintura de los graffitis y por la publicidad pegada y rascada un millón de veces, y aquellas instrucciones cubiertas por un plástico húmedo, siempre rallado con llaves o quemado con mecheros, que indicaba los prefijos de todas las provincias, último vestigio de una época remota en la que había que marcar los prefijos a parte. Una vez conseguí unas monedas extranjeras que pesaban lo mismo que las de veinte duros y la gente las usaba para colarlas en las máquinas. Pensaba que podría hacer miles de llamadas, pero nunca funcionó.

Una mañana, un tipo del vecindario se tiró por el balcón de su casa y aterrizó justo encima de aquella cabina. Yo aparecí justo después de que se llevaran el cadáver, así que no llegué a verlo, pero si vi el maltrecho esqueleto metálico de la cabina, abollado y comprimido, como un acordeón abstracto, con los cristales reducidos a millones de pequeños pedacitos que se extendían por toda la acera, hasta los zapatos de los curiosos que rodeaban la escena. La policía echaba serrín por el suelo para absorber los restos de sangre.

Al parecer, el hombre había preparado café, pero saltó antes de tomárselo: lo retiró del fuego y lo dejó sobre la mesa, sin servir. A un lado encontraron un papel y un bolígrafo, pero no había nada escrito. No se le habría ocurrido qué poner. O quizá se le ocurrieran demasiadas cosas como para ponerlas todas.

Recuerdo que pensé que si las cosas me fueran tan mal como para querer morir, antes de suicidarme me fugaría. Uno siempre tiene tiempo para dejarlo todo y empezar una nueva vida en otro lugar. Ahora me doy cuenta de lo cándido que era entonces y de lo limpio que estaba todavía mi pensamiento. Ignoro cuando empezó a ensuciarse todo, ni cuando se volvió la vida tan complicada, pero ahora entiendo que hay cosas de las que uno no puede huir por muy lejos que se vaya.

A la mañana siguiente, cuando pasé por allí, los servicios de limpieza ya habían limpiado todo aquel desastre. Ya no quedaban restos de cristales rotos ni manchas de sangre en el suelo. Los operarios de la compañía telefónica retiraban los restos retorcidos de la cabina y procedían a instalar una nueva. Cuando volví de la escuela, en el lugar ya no quedaba nada que recordara aquel macabro incidente y la nueva cabina relucía bajo la luz rojiza de la tarde. Un hombre mantenía una conversación dentro, tan tranquilo, ajeno a todo lo que había ocurrido allí tan solo unas horas antes.

La nueva cabina permaneció en servicio muchos años, como un monumento secreto al suicida desconocido. Creo que yo no volví a usarla nunca y si os hablo ahora de ella es porque, en algún despacho de algún organismo del estado, algún político decidió remodelar la vieja esquina y la entrada de las viejas escaleras, así que esta mañana, sin previo aviso, los trabajadores empezaron a romper el suelo y levantaron la cabina con una grúa. Yo me quedé mirando junto a algunos jubilados, pero tenía la sensación de que, de toda aquella gente, yo era el único que entendía lo que estaba pasando allí.