Ya pasaban de las cuatro y el único sitio con comida resultó ser una de esas hamburgueserías grasientas del centro. Me senté en una de las mesas a comerme la hamburguesa, las patatas y el refresco, y miraba a mi alrededor como si realmente hubiera aterrizado en otro planeta. Es alucinante que la evolución de los acontecimientos nos haya llevado desde los tiempos de las cavernas a concebir estos lugares. Es divertidisimo. Desde cualquier rincón puedes observar a gente de índoles dispares, afanándose en frenéticas tareas, como quien observa la actividad en un hormiguero.
Mientras mordía la hamburguesa, entretenido con esta visión, un señor enorme se sentó a mi lado y se puso a comer como si no hubiera mañana. Realmente engullía la hamburguesa. Quiero decir que se metía pedazos enteros directamente en el gaznate, y proyectaba migas de pan por las comisuras de la boca como si fuera un jodido dibujo animado. De pronto me sobresaltó la voz aguda y directa de un niño pequeño. Efectivamente, se trataba de un sujeto de unos siete años que me miraba con los ojos tan abiertos que parecía pensar que vería más cosas cuanto más los abriera.
“¿Qué dices chaval?” “Que si me da usted la pegatina.” “¿Qué pegatina?” “La que viene con el refresco.” “Claro, chaval, tómala.” Arranqué la pegatina del refresco y se la pasé. El niño se fue corriendo, poseído por una convulsión histérica. Se arrojó al suelo y se puso a rascar la pegatina frenéticamente. Al angelito le hacía ilusión el regalito de las hamburguesas. Ojalá a mi pudieran hacerme feliz tan fácilmente. Claro, chaval, sé feliz con tu pegatina. Me encanta hacer sonreír a un niño.
Yo todavía no había dado otro mordisco a la hamburguesa cuando el niño se puso a chillar, como si hubiera entrado en un trance diabólico. Saltaba y saltaba con la pegatina en la mano. “Si, si, si, si, premiooooo.” Gritaba. Joder, si que le gustaban al niño los muñecos que regalaban con las hamburguesas. Terminé mi comida mientras el niño alborotaba todo el local. No dejaba de gritar y los adultos empezaban a arremolinarse a su alrededor. Me levanté a devolver la bandeja, pero de repente sentí una descarga helada en la columna cuando leí el anuncio en el salvamanteles de papel chorreado de Ketchup. De pronto lo entendí todo. Entre los surcos de grasa y las manchas de salsa se leía en letras grandes y doradas “Gane 300.000 euros”.
El hijo de puta del niño acababa de ganar 300.000 euros con mi puta pegatina. Era mi refresco, era mi pegatina, era mi premio, y aquel chaval era un hijo de puta que me había engañado. Yo pensaba que el crío quería un robot o alguna mierda de esas, pero el muy usurero quería la pasta. Hay que ver cómo de cabrón puede llegar a ser un niño. El pequeño bastardo me había tomado por imbécil. Corrí hacia él verde de furia. Rompí la primera capa de personas que le rodeaba y aún tuve que apartar algunos hombros más antes de poder agarrarle. Le cogí de las solapas y empecé a zarandearle en el aire. Le grité “hijo de puta, eres un hijo de puta, esa era mi pegatina.” La gente se apartó unos pasos instintivamente. El niño me miró estupefacto. Tenía la cara crispada como si la estuviera sacando por la ventanilla de un coche. Estaba paralizado de terror y tardó unos segundos en levantar la mano temblorosa para devolverme la pegatina. Con un hilo de voz que surgía del fondo de su estómago masculló un “lo siento, perdone, yo…”. Miré la pegatina y leí el mensaje que venía escrito. “¡Has ganado un helado!”.
Solté al niño de las solapas y le coloqué un poco la cazadora. Me giré y vi unas veinte miradas perforadoras clavadas en mi. El local entero se había quedado en silencio. Tranquilamente caminé hasta la barra y le pedí el helado al camarero.