miércoles, 16 de diciembre de 2009

LA CABINA

Yo debía rondar los doce años y si por aquel entonces me hubiera visto a mi mismo hoy en día estoy seguro de que no me habría reconocido. En aquella época todavía no había comenzado la fiebre de los teléfonos móviles y la gente era amiga de las cabinas telefónicas. ¿Os acordáis? Ahora ya casi no quedan, diablos. Cuando buscas una estás perdido.

Al lado de mi portal solía haber una de esas con puertas plegables, en las que tenias que entrar. En fin, una cabina de verdad, porque las otras técnicamente ni siquiera son cabinas. Estaba en la esquina, justo en la entrada de unas escaleras que se volvían oscuras y peligrosas durante la noche. Generalmente, la cabina amanecía con los cristales rotos y llena de pintadas y era común encontrarse el cable roto, colgando, y el auricular tirado por el suelo. El interior olía a urinario público y nunca me quedó muy claro si eran solo los perros los que meaban allí. Rara vez funcionaba pero, aún así, recuerdo haber hecho muchas llamadas desde aquel pequeño compartimento.

Después vi El Doctor Who y El viaje alucinante de Bill y Ted, en las que los personajes viajaban en cabinas telefónicas, y el interior metálico de aquel cacharro comenzó a ganar encanto en mi imaginación. El cristal traslucido por la pintura de los graffitis y por la publicidad pegada y rascada un millón de veces, y aquellas instrucciones cubiertas por un plástico húmedo, siempre rallado con llaves o quemado con mecheros, que indicaba los prefijos de todas las provincias, último vestigio de una época remota en la que había que marcar los prefijos a parte. Una vez conseguí unas monedas extranjeras que pesaban lo mismo que las de veinte duros y la gente las usaba para colarlas en las máquinas. Pensaba que podría hacer miles de llamadas, pero nunca funcionó.

Una mañana, un tipo del vecindario se tiró por el balcón de su casa y aterrizó justo encima de aquella cabina. Yo aparecí justo después de que se llevaran el cadáver, así que no llegué a verlo, pero si vi el maltrecho esqueleto metálico de la cabina, abollado y comprimido, como un acordeón abstracto, con los cristales reducidos a millones de pequeños pedacitos que se extendían por toda la acera, hasta los zapatos de los curiosos que rodeaban la escena. La policía echaba serrín por el suelo para absorber los restos de sangre.

Al parecer, el hombre había preparado café, pero saltó antes de tomárselo: lo retiró del fuego y lo dejó sobre la mesa, sin servir. A un lado encontraron un papel y un bolígrafo, pero no había nada escrito. No se le habría ocurrido qué poner. O quizá se le ocurrieran demasiadas cosas como para ponerlas todas.

Recuerdo que pensé que si las cosas me fueran tan mal como para querer morir, antes de suicidarme me fugaría. Uno siempre tiene tiempo para dejarlo todo y empezar una nueva vida en otro lugar. Ahora me doy cuenta de lo cándido que era entonces y de lo limpio que estaba todavía mi pensamiento. Ignoro cuando empezó a ensuciarse todo, ni cuando se volvió la vida tan complicada, pero ahora entiendo que hay cosas de las que uno no puede huir por muy lejos que se vaya.

A la mañana siguiente, cuando pasé por allí, los servicios de limpieza ya habían limpiado todo aquel desastre. Ya no quedaban restos de cristales rotos ni manchas de sangre en el suelo. Los operarios de la compañía telefónica retiraban los restos retorcidos de la cabina y procedían a instalar una nueva. Cuando volví de la escuela, en el lugar ya no quedaba nada que recordara aquel macabro incidente y la nueva cabina relucía bajo la luz rojiza de la tarde. Un hombre mantenía una conversación dentro, tan tranquilo, ajeno a todo lo que había ocurrido allí tan solo unas horas antes.

La nueva cabina permaneció en servicio muchos años, como un monumento secreto al suicida desconocido. Creo que yo no volví a usarla nunca y si os hablo ahora de ella es porque, en algún despacho de algún organismo del estado, algún político decidió remodelar la vieja esquina y la entrada de las viejas escaleras, así que esta mañana, sin previo aviso, los trabajadores empezaron a romper el suelo y levantaron la cabina con una grúa. Yo me quedé mirando junto a algunos jubilados, pero tenía la sensación de que, de toda aquella gente, yo era el único que entendía lo que estaba pasando allí. 

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