Cuando lo encontraron, el tipo llevaba más de seis meses muerto. Nadie le había echado en falta en todo aquel tiempo, y sólo se decidieron a derribar su puerta cuando el olor empezó a hacerse insoportable. Ahora me estremezco al pensar cuantas veces habré entrado en el portal diciendo que allí olía a cadáver, cuántas veces me habré preguntado de dónde salían todas aquellas cucarachas.
Cuando yo llegué, la policía ya había precintado su apartamento, así que no pude ver nada. Los vecinos se arremolinaban en el descansillo. Algunos se tapaban las caras con pañuelos para no respirar aquel olor ácido y nauseabundo, que se hacía cien veces más insoportable cuando sabías que emanaba de un muerto. No es que me hubiera quedado con las ganas de presenciar aquel espectáculo macabro, pero ahora realmente me planteo si hubiera sido mejor verlo que imaginarlo. Ahora que me derretía vivo en mi habitación, a más de cuarenta grados, en uno de los veranos más calurosos que recuerdo, y ante la imposibilidad de dormir, no podía evitar imaginar el estado de aquel cadáver macerado, después de varios meses de cocción a fuego lento, hinchado y podrido, licuado por dentro, mancillado por los insectos.
Una vez escuché la historia de una vieja que vivía sola con un montón de gatos. La vieja había muerto y los gatos se la habían comido entera. Al cabo del tiempo sólo habían encontrado su esqueleto pelado. Pero éste fiambre no tenía siquiera un perro que le ladrase, ni una mala mascota que pudiera devorarle. El pobre diablo se había muerto en Navidades, antes de fin de año: eso quiere decir que mientras todos celebrábamos las fiestas, él estaba muriéndose sólo en su casa, y mientras brindábamos con champán y soplábamos nuestros matasuegras, él ya era un fiambre al que todo le importaba todavía menos que cuando vivía.
A los pocos días de instalarme en aquel edificio ya me advirtieron sobre la presencia de aquel vecino en el entresuelo primera. Me dijeron que era un señor muy mayor al que no le gustaba demasiado la gente, me dieron a entender que había perdido el juicio y más de una vez escuché quejas sobre el olor y discusiones por la basura que acumulaba en su casa. El tipo dejó de pagar la contribución a la comunidad en Noviembre, un mes antes de morir. El presidente llamó a su puerta y el se asomó con la cadena echada. Le dijo que se marchara de allí sino quería que llamase a la policía. Le dijo que no iba a pagarles nada a aquella pandilla de hijos de puta, y que ya bastante le costaba reunir dinero para comer como para gastárselo en gilipolleces, pero añadió que no se preocupara, que no pensaba volver a usar nada de la comunidad: no iba a ensuciar su portal de mierda, ni iba a abrir su buzón de mierda, ni mucho menos iba a coger su mierda de ascensor. Todo aquello le traía sin cuidado, porque no pensaba volver a salir de casa: se quedaría allí atrincherado y que le jodieran al mundo. Ya no tendría que volver a ver sus feas caras de imbéciles, reprochándole y juzgándole, y denunciándole a los servicios sociales o amenazándole con llamar a sanidad. Él llevaba viviendo en aquel edificio mucho más tiempo que todos ellos juntos y no tenían derecho a darle lecciones de nada. Lo único que querían era joderle vivo, echarle de casa y dejarle morir en la calle, para poder venderle su apartamento a alguna pareja joven y mansa, a un par de dóciles corderos que combinaran bien con el resto de la decoración. Claro, ahora les molestaba un viejo maloliente y pobre. Ahora les estorbaba su presencia. Les parecía feo.
En realidad yo nunca me lo crucé, así que ni siquiera sé qué aspecto tenía. Tampoco sé si realmente se le había ido la olla por completo y había decidido sepultarse en basura, o si tenía parte de razón y llevaba una forma de vida pacífica y controlada que los demás sencillamente no querían tolerar. No sé si era un pobre hombre al que ya no le quedaba familia ni amigos con vida o si era un auténtico hijoputa que había despreciado a todo el mundo durante tantos años que se había ganado a pulso que le dejaran solo.
No sé si tenía dos hijos que ya eran adultos y que se habían olvidado de lo bien que se había portado papá con ellos cuando eran pequeños y le habían dejado allí como a un mueble para poder vivir alegres con las zorras de sus mujeres, mientras esperaban a que él la palmara para poder cobrar su herencia, y que ni siquiera habían tenido la decencia de invitarle a sus putas casas para presentarle a sus condenados nietos; o si sus dos hijos habían jurado no volver a mirar a la cara al cabrón de su padre, que no había hecho más que joderles la vida desde que nacieron, o incluso si alguna vez pronunciaron la frase “Por lo que a mi respecta no tengo padre, y me trae sin cuidado lo que le ocurra a ese viejo borracho, como a él le trajo sin cuidado lo que nos pasara a nosotros cuando abandonó a mamá”.
No lo sé ni me hubiera importado nunca, de no haber sabido ahora que llevaba varios meses pudriéndose debajo de mí, mientras yo hacía mi vida y subía y bajaba por delante de su puerta. No sé qué tiene que hacer un hombre para acabar tan sólo como para no importarle a nadie ni siquiera después de muerto. No sé si hay que esforzarse y ganárselo a pulso, después de toda una vida de odio y desprecios, o si se debe más bien a una suerte desgraciada que quiso rodearle de desagradecidos que prefirieron olvidarse de él.
Pienso en esto mirando al techo de mi dormitorio porque el calor me impide dormir, y me pregunto si es posible que mi vida me reserve esa misma suerte, si terminaré sólo, sin familia y sin amigos, hasta ese día de Navidad en el que me cueste levantarme para recoger la leche que hierve en el fogón y se derrama sobre el suelo de la cocina, y sienta al levantarme un pinchazo agudo que me obligue a sentarme otra vez y repetirme a mi mismo que sólo es algo pasajero, que intente recuperarme y llegar hasta el teléfono para pedir ayuda, sin darme cuenta siquiera de que no tengo a nadie a quien llamar. Y lo pienso y lo pienso y me imagino caer lentamente desde el sofá al suelo de moqueta, con el tiempo suficiente para decidir en qué postura quiero morir, mientras fuera escucho el alboroto de las fiestas.
Pienso en si algún día algún vecino se preguntará de dónde diablos salen tantas cucarachas, ignorando que yo me pudro debajo de él, a cuarenta grados de temperatura, en uno de los veranos más calurosos que recuerda.