El que escribe esto está ahora apoyado en la barra de un bar. El lugar es un club de moda. El momento es las cuatro de la mañana de un sábado. El que escribe esto está instalado en un taburete, con un codo apoyado en la barra y con un gintonic medio aguado en la mano. Está visiblemente borracho, pasa de los treinta y está solo. Para estas suertes es ya un viejo marinero, marcado por las cicatrices de toda una vida de oficio. Desde allí, apartado del gentío de la pista, agita los hielos en el vaso y divisa la grandiosidad del paisaje.
Desde la lejanía se divisa una superficie agitada de cabezas palpitantes que vibran al unísono. Pelos, gorras y algún brazo en alto, iluminados intermitentemente por unos potentes relámpagos de neón. El volumen de la música impide pensar, igual que el alcohol, convirtiendo toda la experiencia en una cuestión de sensaciones. La razón, mientras tanto, espera en el guardarropa, colgada de una percha, rodeada del último grito en chaquetas.
Desde lo alto, la multitud se retuerce y salpica. Pero el viejo lobo sabe que, bajo la primera capa superficial, late todavía un mar de carne que se agolpa, de cuerpos sin forma que se pisan y se suman los unos a los otros y, aunque su mirada no alcanza esa oscura profundidad, sabe que si se sumergiera allí, entre los sargazos de la pista de baile, bucearía en una gelatina densa de codos, muslos y zapatillas deportivas que no pertenecen a nadie en concreto.
Desde la soledad de su atalaya, el viejo marinero hace las veces de vigía y bebe sin evitar que la ginebra le resbale por la barba. Piensa que antes, hace muy poco, la borrachera le despertaba simpatía, mientras que ahora, quién sabe desde cuando, despertaba más bien patetismo. Este proceso se había producido de forma tan paulatina que apenas había podido percibirlo y todavía se resistía a asimilarlo. Efectivamente, no es uno de esos marineros musculosos que se sortean las mujeres en las tabernas del puerto. No es uno de esos lobos tatuados que se apuestan el sueldo echando un pulso. Ahora es sólo un perro viejo que husmea y que le ladra al mar y que sueña con un gran hueso que roer hasta que le llegue la muerte. Un cronista amargado que se enfada con la vida para no enfadarse consigo mismo y que escribe lo que piensa para no tener que sentirlo. Un pescador sin suerte que lleva media vida persiguiendo un pez que no existe.
Se seca las gotas de ginebra con la manga de la chaqueta y sigue observando, en silencio, agudizando su olfato depredador. Ha navegado muchos años por las aguas vacías del hedonismo y conoce bien todos los clubes, desde los mármoles de las salas más lujosas hasta el serrín del tugurio más cutre. Todavía recuerda el tiempo en el que sabía manejarse por allí como nadie, entre cubatas y vestidos de fiesta, y sabía sudar como nadie, bailar como nadie y estar más borracho que nadie. También sabía volver a casa tambaleándose, mientras el camino se retorcía y sabía en qué rincones vomitar. Sabía cómo estar contento todo el tiempo y, en los momentos frágiles, sabía bien cómo esconder su desamparo. Aquellos años hermosos de fertilidad y suerte, en que apenas hacía falta tirar las redes por la borda para verlas llenas de peces, los había pasado en aquellas dulces aguas, en una consagración febril, sin saber siquiera lo que buscaba en ellas. Ahora sólo puede seguir bebiendo.
Y soñar, eso si. Sueña con un mar lleno de peces que brincan a su barca. No una de esas piezas emblemáticas que uno cuelga en el despacho, no. Busca la realización personal, algo que justifique toda aquella dedicación a la nada, busca el amor eterno, pero hasta ahora no ha pescado más que un par de calamares. Piensa, tal vez demasiado tarde, que quizá lo que él busca no nada en aquellas aguas tramposas. Pero ahora sólo puede beber y seguir remando.
Para cuando el gintonic se acaba, el camarero ya le ha servido el siguiente. Bajo la luz de los relámpagos puede, por momentos, definir algunos rostros. Personas sin nombre de bordes difusos que se escurren y se escapan a la vista. Si entorna los ojos puede ver, en lontananza, cómo algunos atunes navegan hacia el horizonte. Más lejos, por estribor, un grupo de caballas salta, desordenado y sin rumbo, como si les moviera el mero placer de salpicar. Se agitan alegres y frescas, inconscientes de su propia juventud.
En la barra, la cosa es bien distinta. Allí sólo se ve algún que otro arenque despistado, que pide una copa y regresa rápido por donde ha venido, a las aguas más profundas de la pista de baile. A cien pasos, un tiburón de aletas anchas cerca a un grupo de morenas. Ante la agilidad de su cuerpo cartilaginoso, las morenas apenas tienen tiempo de ver cómo asoman sus incisivos antes de que todo el grupo desaparezca en la corriente. Una de las morenas, desgajada del grupo, se acerca a la barra. Pide un whisky con cocacola y, al girar la mirada de vuelta, el viejo puede ver el brillo en sus ojos oscuros, su piel dorada y brillante, su carne maciza y fresca. Los anzuelos empatados, las carnadas preparadas, el viento sur-sudoeste. El bucanero lanza un hola a la desesperada. Tiembla durante el breve instante que pasa hasta que recibe la respuesta. "Hola". El camarero sirve la copa y ella la recoge al vuelo. Antes de que el marinero pueda lanzar su arpón, ella se gira y plantea “¿Qué te parece si brindamos?” “¿Y por qué brindamos?” “Por lo que quieras”. El pescador no sabe si tiene los pies bien firmes, pero ahora es cuando tiene que poner en juego la poca agilidad que le queda. “Por todos los borrachos de todas las barras de todos los bares del mundo”. Ella bebió y sonrió. Después se perdió en la corriente. Las nubes dejaron un claro por el que se filtró brevemente la luz de la luna, una luz pálida, blanca y brillante, como tamizada a través de una cortina de encaje.