martes, 22 de septiembre de 2009

EL VIEJO Y EL BAR

El que escribe esto está ahora apoyado en la barra de un bar. El lugar es un club de moda. El momento es las cuatro de la mañana de un sábado. El que escribe esto está instalado en un taburete, con un codo apoyado en la barra y con un gintonic medio aguado en la mano. Está visiblemente borracho, pasa de los treinta y está solo. Para estas suertes es ya un viejo marinero, marcado por las cicatrices de toda una vida de oficio. Desde allí, apartado del gentío de la pista, agita los hielos en el vaso y divisa la grandiosidad del paisaje.

Desde la lejanía se divisa una superficie agitada de cabezas palpitantes que vibran al unísono. Pelos, gorras y algún brazo en alto, iluminados intermitentemente por unos potentes relámpagos de neón. El volumen de la música impide pensar, igual que el alcohol, convirtiendo toda la experiencia en una cuestión de sensaciones. La razón, mientras tanto, espera en el guardarropa, colgada de una percha, rodeada del último grito en chaquetas.

Desde lo alto, la multitud se retuerce y salpica. Pero el viejo lobo sabe que, bajo la primera capa superficial, late todavía un mar de carne que se agolpa, de cuerpos sin forma que se pisan y se suman los unos a los otros y, aunque su mirada no alcanza esa oscura profundidad, sabe que si se sumergiera allí, entre los sargazos de la pista de baile, bucearía en una gelatina densa de codos, muslos y zapatillas deportivas que no pertenecen a nadie en concreto.

Desde la soledad de su atalaya, el viejo marinero hace las veces de vigía y bebe sin evitar que la ginebra le resbale por la barba. Piensa que antes, hace muy poco, la borrachera le despertaba simpatía, mientras que ahora, quién sabe desde cuando, despertaba más bien patetismo. Este proceso se había producido de forma tan paulatina que apenas había podido percibirlo y todavía se resistía a asimilarlo. Efectivamente, no es uno de esos marineros musculosos que se sortean las mujeres en las tabernas del puerto. No es uno de esos lobos tatuados que se apuestan el sueldo echando un pulso. Ahora es sólo un perro viejo que husmea y que le ladra al mar y que sueña con un gran hueso que roer hasta que le llegue la muerte. Un cronista amargado que se enfada con la vida para no enfadarse consigo mismo y que escribe lo que piensa para no tener que sentirlo. Un pescador sin suerte que lleva media vida persiguiendo un pez que no existe.

Se seca las gotas de ginebra con la manga de la chaqueta y sigue observando, en silencio, agudizando su olfato depredador. Ha navegado muchos años por las aguas vacías del hedonismo y conoce bien todos los clubes, desde los mármoles de las salas más lujosas hasta el serrín del tugurio más cutre. Todavía recuerda el tiempo en el que sabía manejarse por allí como nadie, entre cubatas y vestidos de fiesta, y sabía sudar como nadie, bailar como nadie y estar más borracho que nadie. También sabía volver a casa tambaleándose, mientras el camino se retorcía y sabía en qué rincones vomitar. Sabía cómo estar contento todo el tiempo y, en los momentos frágiles, sabía bien cómo esconder su desamparo. Aquellos años hermosos de fertilidad y suerte, en que apenas hacía falta tirar las redes por la borda para verlas llenas de peces, los había pasado en aquellas dulces aguas, en una consagración febril, sin saber siquiera lo que buscaba en ellas. Ahora sólo puede seguir bebiendo.

Y soñar, eso si. Sueña con un mar lleno de peces que brincan a su barca. No una de esas piezas emblemáticas que uno cuelga en el despacho, no. Busca la realización personal, algo que justifique toda aquella dedicación a la nada, busca el amor eterno, pero hasta ahora no ha pescado más que un par de calamares. Piensa, tal vez demasiado tarde, que quizá lo que él busca no nada en aquellas aguas tramposas. Pero ahora sólo puede beber y seguir remando.

Para cuando el gintonic se acaba, el camarero ya le ha servido el siguiente. Bajo la luz de los relámpagos puede, por momentos, definir algunos rostros. Personas sin nombre de bordes difusos que se escurren y se escapan a la vista. Si entorna los ojos puede ver, en lontananza, cómo algunos atunes navegan hacia el horizonte. Más lejos, por estribor, un grupo de caballas salta, desordenado y sin rumbo, como si les moviera el mero placer de salpicar. Se agitan alegres y frescas, inconscientes de su propia juventud.

En la barra, la cosa es bien distinta. Allí sólo se ve algún que otro arenque despistado, que pide una copa y regresa rápido por donde ha venido, a las aguas más profundas de la pista de baile. A cien pasos, un tiburón de aletas anchas cerca a un grupo de morenas. Ante la agilidad de su cuerpo cartilaginoso, las morenas apenas tienen tiempo de ver cómo asoman sus incisivos antes de que todo el grupo desaparezca en la corriente. Una de las morenas, desgajada del grupo, se acerca a la barra. Pide un whisky con cocacola y, al girar la mirada de vuelta, el viejo puede ver el brillo en sus ojos oscuros, su piel dorada y brillante, su carne maciza y fresca. Los anzuelos empatados, las carnadas preparadas, el viento sur-sudoeste. El bucanero lanza un hola a la desesperada. Tiembla durante el breve instante que pasa hasta que recibe la respuesta. "Hola". El camarero sirve la copa y ella la recoge al vuelo. Antes de que el marinero pueda lanzar su arpón, ella se gira y plantea “¿Qué te parece si brindamos?” “¿Y por qué brindamos?” “Por lo que quieras”. El pescador no sabe si tiene los pies bien firmes, pero ahora es cuando tiene que poner en juego la poca agilidad que le queda. “Por todos los borrachos de todas las barras de todos los bares del mundo”. Ella bebió y sonrió. Después se perdió en la corriente. Las nubes dejaron un claro por el que se filtró brevemente la luz de la luna, una luz pálida, blanca y brillante, como tamizada a través de una cortina de encaje.

sábado, 12 de septiembre de 2009

LA PUERTA

Se trata de una puerta de madera maciza que data del año 1803. Un portón más bien, de tres metros de altura y casi un palmo de grosor. Está hecha de una sola pieza, tallada directamente del tronco de un árbol, y debe pesar al menos un par de toneladas. No sé bien qué tipo de maderas son esas que se denominan "maderas nobles", ni diferencio el roble del ébano, pero desde luego esta puerta transpira nobleza. El frontal está decorado con unos relieves simétricos y en el centro cuelga una enorme aldaba de hierro con la forma de una gárgola que sujeta un pesado aro metálico en la boca. Bajo la aldaba hay una enorme mirilla circular que gira. El pomo, también de hierro, está hecho a la medida de un gigante. En los complicados arabescos del marco puede apreciarse la mano firme del artesano. También puede apreciarse, de forma más evidente y dramática, cómo el orín de los perros de dos siglos han ido carcomiendo el barniz de los bajos. En el portal, alguien ha colocado un cartel que pone "Ciérrame con cuidado, soy de 1803".

Imagino que el cartel es para evitar que aquella antigüedad se llene de graffittis y navajazos, pero se ve que no ha funcionado muy bien, porque los vándalos han dado buena cuenta de ella. Los vándalos y el tiempo. Los relieves están roídos hasta apenas sobresalir en algunos puntos, el óxido se ha ensañado con los bronces y ha debilitado las bisagras y la leña de la parte superior se ha reducido a serrín después de que varias generaciones de termitas hayan prosperado en ella.

El edificio está ubicado en uno de los suburbios más lúgubres de la ciudad. Yo me acababa de mudar hacía una semana y ya había presenciado varios atracos y peleas. Los vagabundos preparaban sus camas de cartón en los portales colindantes, las bandas de latinos hacían suyas las aceras y los yonkis se agazapaban en los garajes, a quemar plata en los rincones más oscuros. A veces, alguno reunía las pocas fuerzas que le dejaba el caballo y salía de su guarida para atracar a algún señor despistado o algún chaval indefenso. En fin, un lugar encantador.

Yo había pasado un día realmente jodido, después de caminar arriba y abajo todas las calles de la ciudad. En serio, realmente jodido. A media tarde había descorchado una botella y desde entonces no había parado de beber y caminar, así que ahora estaba sucio y cansado. Sucio, cansado y borracho.

Al llegar frente a la puerta y meter la llave en el cerrojo escuché ruidos dentro, como de pelea o discusión. Es raro que la prudencia le visite a uno cuando está borracho, pero el caso es que antes de abrir eché un vistazo por la mirilla y distinguí a dos figuras que se enzarzaban en la oscuridad. Ahora escuchaba más nítidamente los sollozos de una mujer. Un hombre grande, ahora más nítido, sujetaba a una chica por la fuerza y la acorralaba en un rincón. Le había dado la vuelta y le aplastaba la cara contra la pared con una mano mientras con la otra le bajaba las bragas. La chica ni siquiera tenía la boca tapada, pero no emitía más que unos sonidos tenues, nerviosos, poco más que una respiración fuerte. Imaginé que el miedo le impedía gritar, pero también se me pasó por la cabeza la posibilidad de que todo aquello fuera una maniobra consentida y que aquella pareja disfrutara amándose de aquel modo tan hermoso.

No quería pasarme de listo y chafarle el polvo al vecino, así que eché un segundo vistazo y vi como el maromo se sacaba la minga de los pantalones, mientras la chica se revolvía como un calamar. Él la agarró por el pelo y le golpeó la cabeza contra la pared. La chica gritó y el tipo aplastó todo su cuerpo contra ella. Le separó las piernas como pudo. Yo no estaba en mi momento más lúcido, pero aquello me parecía demasiada perversión. La llave estaba ya en el cerrojo, así que bastaba con girarla suavemente y abrir de golpe para dejar noqueado al tipo y acabar con aquel numerito que me impedía subir a mi casa. El caso es que empujé con todas mis fuerzas y la puerta se salió de sus goznes, cayendo pesadamente. El suelo retumbó con el impacto y el estruendo debió despertar a todo el vecindario. Era como si acabara de estallar una bomba. En el portal se levantó una densa nube de polvo blanco que tardó un instante en disiparse.

El gran bloque de madera centenaria yacía en el suelo, partido en dos mitades y por uno de los extremos sobresalían las piernas del fulano. Una de ellas temblaba de forma compulsiva, como un pez que agoniza fuera del agua, probablemente un movimiento reflejo producido por el pinzamiento de algún nervio. Por el suelo empezó a extenderse un charco de sangre de color negro. Tuve que recular un paso para que no llegara hasta mis zapatos. La chica todavía seguía en la misma posición, de pie, girada contra la pared. La puerta estaba sólo a un par de centímetros de sus tobillos. Todavía le temblaban las piernas cuando se giró para ver el percal. No gritó. Se quedó congelada, intentando controlar la respiración. Después recobró la consciencia y alzó la vista hacia mí. En un arrebato histérico, saltó encima de la puerta con sus zapatos de tacón, pisó el cuerpo del colega y se arrojó en mis brazos. Empezó a besarme la cara. Todavía tenía una teta fuera y las bragas le colgaban por las rodillas. A mi ese gesto me había pillado desprevenido y por un momento pensé que quería que terminase la faena, pero después masculló un gracias y entendí que simplemente me había confundido con un héroe.

No tardaron en llegar los coches de policía y se armó un buen revuelo. Necesitaron a cuatro hombres para levantar la puerta y una espátula para despegar del suelo los trozos del violador. Vi cómo apartaban los trozos de la madera, reducidos a astillas, y ya no quedaba en ellos ni el mínimo asomo de nobleza. Uno de los agentes me hizo unas preguntas pero yo todavía estaba borracho y creo que le mandé a la mierda. Mientras metían a la chica en la ambulancia no pude evitar sentirme un poco triste por aquella majestuosa puerta. 

lunes, 7 de septiembre de 2009

EL VAGABUNDO

Estaba sólo, de pié en aquel lugar vacío, cubierto por un espeso manto de flores que me llegaban hasta las rodillas. El paisaje era tan idílico que casi parecía un sueño cursi, en serio, era una fantasía empalagosa: pequeñas florecillas blancas que lo cubrían todo a mi alrededor, hasta donde me alcanzaba la vista. Era como un puñetero anuncio. Así era. Tan bonito que resultaba ridículo.


El aire permanecía inmóvil, pesado, dándole a todo una atmósfera todavía más irreal, si cabe. Joder, me gustaría que pudierais verlo para que comprobaseis que no estoy exagerando. Aquello era una puta postal y yo estaba justo en el medio. De verdad, costaba aguantar la risa. El silencio era tan denso que podía escucharse la propia respiración. Diablos, era como si hubieran detenido el tiempo, como si una enrome roca, de varias toneladas, flotara en el vacío. Una sensación sobrecogedora.


Frente a mi se erigía aquel gigantesco edificio de colores, en medio de la jodida nada. Un coloso multicolor, un cíclope chirriante, una masa de hormigón sólida, con todo el espectro de tonalidades combinadas al azar. Un inmenso monumento al mal gusto. En serio, aquella cosa era una amenaza plástica, de una fealdad insultante, tan exagerado y tan fuera de lugar que resultaba ofensivo. 


En fin, todo aquello parecía una broma enorme a la que era imposible permanecer indiferente. La imagen era tan elocuente por si misma que me había acercado para capturarla. Estuve varios minutos vagando por los alrededores con la cámara, sacando fotos aquí y allá. Fotos tan solemnes que parecían hechas en un decorado de cartón. Algo tienen de inquietante los solares como este. Algo tienen la soledad y el silencio que reina en estos sitios baldíos. Algo que excita y emociona y que te hace sentir extraño, como si, por alguna razón, estuvieras donde no deberías estar. 


Miraba alrededor y no veía ni el mínimo indicio de vida humana. Avanzaba entre las flores y pulsaba el disparador. El mecanismo de la cámara era lo único que producía algún sonido y parecía extrañamente amplificado. Cada vez me acercaba más al monstruo: ahora estaba casi a sus pies. De pronto, mientras enfocaba, percibí un movimiento en una de las ventanas. Una sombra fugaz en las galerías del primer piso.


En medio de aquel silencio de sepultura se escuchó la voz de una niña de ocho años que, a pesar de hablar en susurros, desgarró la atmósfera e inundó todo el solar con su sonido. "Mamá ahí fuera hay un señor. Parece un vagabundo, pero lleva una cámara".