lunes, 7 de septiembre de 2009

EL VAGABUNDO

Estaba sólo, de pié en aquel lugar vacío, cubierto por un espeso manto de flores que me llegaban hasta las rodillas. El paisaje era tan idílico que casi parecía un sueño cursi, en serio, era una fantasía empalagosa: pequeñas florecillas blancas que lo cubrían todo a mi alrededor, hasta donde me alcanzaba la vista. Era como un puñetero anuncio. Así era. Tan bonito que resultaba ridículo.


El aire permanecía inmóvil, pesado, dándole a todo una atmósfera todavía más irreal, si cabe. Joder, me gustaría que pudierais verlo para que comprobaseis que no estoy exagerando. Aquello era una puta postal y yo estaba justo en el medio. De verdad, costaba aguantar la risa. El silencio era tan denso que podía escucharse la propia respiración. Diablos, era como si hubieran detenido el tiempo, como si una enrome roca, de varias toneladas, flotara en el vacío. Una sensación sobrecogedora.


Frente a mi se erigía aquel gigantesco edificio de colores, en medio de la jodida nada. Un coloso multicolor, un cíclope chirriante, una masa de hormigón sólida, con todo el espectro de tonalidades combinadas al azar. Un inmenso monumento al mal gusto. En serio, aquella cosa era una amenaza plástica, de una fealdad insultante, tan exagerado y tan fuera de lugar que resultaba ofensivo. 


En fin, todo aquello parecía una broma enorme a la que era imposible permanecer indiferente. La imagen era tan elocuente por si misma que me había acercado para capturarla. Estuve varios minutos vagando por los alrededores con la cámara, sacando fotos aquí y allá. Fotos tan solemnes que parecían hechas en un decorado de cartón. Algo tienen de inquietante los solares como este. Algo tienen la soledad y el silencio que reina en estos sitios baldíos. Algo que excita y emociona y que te hace sentir extraño, como si, por alguna razón, estuvieras donde no deberías estar. 


Miraba alrededor y no veía ni el mínimo indicio de vida humana. Avanzaba entre las flores y pulsaba el disparador. El mecanismo de la cámara era lo único que producía algún sonido y parecía extrañamente amplificado. Cada vez me acercaba más al monstruo: ahora estaba casi a sus pies. De pronto, mientras enfocaba, percibí un movimiento en una de las ventanas. Una sombra fugaz en las galerías del primer piso.


En medio de aquel silencio de sepultura se escuchó la voz de una niña de ocho años que, a pesar de hablar en susurros, desgarró la atmósfera e inundó todo el solar con su sonido. "Mamá ahí fuera hay un señor. Parece un vagabundo, pero lleva una cámara".


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