Se trata de una puerta de madera maciza que data del año 1803. Un portón más bien, de tres metros de altura y casi un palmo de grosor. Está hecha de una sola pieza, tallada directamente del tronco de un árbol, y debe pesar al menos un par de toneladas. No sé bien qué tipo de maderas son esas que se denominan "maderas nobles", ni diferencio el roble del ébano, pero desde luego esta puerta transpira nobleza. El frontal está decorado con unos relieves simétricos y en el centro cuelga una enorme aldaba de hierro con la forma de una gárgola que sujeta un pesado aro metálico en la boca. Bajo la aldaba hay una enorme mirilla circular que gira. El pomo, también de hierro, está hecho a la medida de un gigante. En los complicados arabescos del marco puede apreciarse la mano firme del artesano. También puede apreciarse, de forma más evidente y dramática, cómo el orín de los perros de dos siglos han ido carcomiendo el barniz de los bajos. En el portal, alguien ha colocado un cartel que pone "Ciérrame con cuidado, soy de 1803".
Imagino que el cartel es para evitar que aquella antigüedad se llene de graffittis y navajazos, pero se ve que no ha funcionado muy bien, porque los vándalos han dado buena cuenta de ella. Los vándalos y el tiempo. Los relieves están roídos hasta apenas sobresalir en algunos puntos, el óxido se ha ensañado con los bronces y ha debilitado las bisagras y la leña de la parte superior se ha reducido a serrín después de que varias generaciones de termitas hayan prosperado en ella.
El edificio está ubicado en uno de los suburbios más lúgubres de la ciudad. Yo me acababa de mudar hacía una semana y ya había presenciado varios atracos y peleas. Los vagabundos preparaban sus camas de cartón en los portales colindantes, las bandas de latinos hacían suyas las aceras y los yonkis se agazapaban en los garajes, a quemar plata en los rincones más oscuros. A veces, alguno reunía las pocas fuerzas que le dejaba el caballo y salía de su guarida para atracar a algún señor despistado o algún chaval indefenso. En fin, un lugar encantador.
Yo había pasado un día realmente jodido, después de caminar arriba y abajo todas las calles de la ciudad. En serio, realmente jodido. A media tarde había descorchado una botella y desde entonces no había parado de beber y caminar, así que ahora estaba sucio y cansado. Sucio, cansado y borracho.
Al llegar frente a la puerta y meter la llave en el cerrojo escuché ruidos dentro, como de pelea o discusión. Es raro que la prudencia le visite a uno cuando está borracho, pero el caso es que antes de abrir eché un vistazo por la mirilla y distinguí a dos figuras que se enzarzaban en la oscuridad. Ahora escuchaba más nítidamente los sollozos de una mujer. Un hombre grande, ahora más nítido, sujetaba a una chica por la fuerza y la acorralaba en un rincón. Le había dado la vuelta y le aplastaba la cara contra la pared con una mano mientras con la otra le bajaba las bragas. La chica ni siquiera tenía la boca tapada, pero no emitía más que unos sonidos tenues, nerviosos, poco más que una respiración fuerte. Imaginé que el miedo le impedía gritar, pero también se me pasó por la cabeza la posibilidad de que todo aquello fuera una maniobra consentida y que aquella pareja disfrutara amándose de aquel modo tan hermoso.
No quería pasarme de listo y chafarle el polvo al vecino, así que eché un segundo vistazo y vi como el maromo se sacaba la minga de los pantalones, mientras la chica se revolvía como un calamar. Él la agarró por el pelo y le golpeó la cabeza contra la pared. La chica gritó y el tipo aplastó todo su cuerpo contra ella. Le separó las piernas como pudo. Yo no estaba en mi momento más lúcido, pero aquello me parecía demasiada perversión. La llave estaba ya en el cerrojo, así que bastaba con girarla suavemente y abrir de golpe para dejar noqueado al tipo y acabar con aquel numerito que me impedía subir a mi casa. El caso es que empujé con todas mis fuerzas y la puerta se salió de sus goznes, cayendo pesadamente. El suelo retumbó con el impacto y el estruendo debió despertar a todo el vecindario. Era como si acabara de estallar una bomba. En el portal se levantó una densa nube de polvo blanco que tardó un instante en disiparse.
El gran bloque de madera centenaria yacía en el suelo, partido en dos mitades y por uno de los extremos sobresalían las piernas del fulano. Una de ellas temblaba de forma compulsiva, como un pez que agoniza fuera del agua, probablemente un movimiento reflejo producido por el pinzamiento de algún nervio. Por el suelo empezó a extenderse un charco de sangre de color negro. Tuve que recular un paso para que no llegara hasta mis zapatos. La chica todavía seguía en la misma posición, de pie, girada contra la pared. La puerta estaba sólo a un par de centímetros de sus tobillos. Todavía le temblaban las piernas cuando se giró para ver el percal. No gritó. Se quedó congelada, intentando controlar la respiración. Después recobró la consciencia y alzó la vista hacia mí. En un arrebato histérico, saltó encima de la puerta con sus zapatos de tacón, pisó el cuerpo del colega y se arrojó en mis brazos. Empezó a besarme la cara. Todavía tenía una teta fuera y las bragas le colgaban por las rodillas. A mi ese gesto me había pillado desprevenido y por un momento pensé que quería que terminase la faena, pero después masculló un gracias y entendí que simplemente me había confundido con un héroe.
No tardaron en llegar los coches de policía y se armó un buen revuelo. Necesitaron a cuatro hombres para levantar la puerta y una espátula para despegar del suelo los trozos del violador. Vi cómo apartaban los trozos de la madera, reducidos a astillas, y ya no quedaba en ellos ni el mínimo asomo de nobleza. Uno de los agentes me hizo unas preguntas pero yo todavía estaba borracho y creo que le mandé a la mierda. Mientras metían a la chica en la ambulancia no pude evitar sentirme un poco triste por aquella majestuosa puerta.
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