El tipo se pasaba las horas sentado al fondo de la barra, haciendo girar una moneda y mirando mal a los clientes. En todos los años que pasé en su bar, jamás me saludó. Resoplaba de fastidio cuando le pedías una copa, como si te estuviera haciendo un favor... y, qué cojones, eso era exactamente lo que hacía: no sólo se aguantaba las ganas de estamparte la cabeza contra el mostrador, sino que te ponía un gintonic delante sin insultarte siquiera. No te decía lo despreciable que eras, ni lo a gusto que se quedaría borrándote la cara de una hostia, y con eso demostraba mucha más educación de la que tú merecías. Era el mejor camarero del mundo.
Por eso me extrañó comprobar, mientras le descolgaban del techo y le desataban la cuerda del cuello, que su cara lucía una amplia sonrisa: fue la única vez que se le vió sonreír.
miércoles, 8 de septiembre de 2010
EL MANCO
Julián "El Manco" no es de esos tipos a los que uno les puede gastar una broma. Todos a bordo sabíamos que se había cargado a tres tipos y ninguno queríamos ser el cuarto. Su carácter amable y el tono educado de su voz contradecían radicalmente la violenta expresión de su rostro: la cara de Julián "El Manco", cincelada a cuchilladas en todos los bares del puerto, parecía surcada por marcas de arpón, como el lomo de una ballena vieja. A pesar de que se mostraba amigable y divertido con todo el mundo, la tripulación entera sabía que era muy dado a saltarle los dientes de la boca al primero que le tosiera. Todos le tratábamos con el respeto que inspira el miedo, y quizá por eso, en los siete meses que duró la travesía, nadie se atrevió a preguntarle porqué le llamaban El Manco, a pesar de tener las dos manos intactas...
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