El tipo se pasaba las horas sentado al fondo de la barra, haciendo girar una moneda y mirando mal a los clientes. En todos los años que pasé en su bar, jamás me saludó. Resoplaba de fastidio cuando le pedías una copa, como si te estuviera haciendo un favor... y, qué cojones, eso era exactamente lo que hacía: no sólo se aguantaba las ganas de estamparte la cabeza contra el mostrador, sino que te ponía un gintonic delante sin insultarte siquiera. No te decía lo despreciable que eras, ni lo a gusto que se quedaría borrándote la cara de una hostia, y con eso demostraba mucha más educación de la que tú merecías. Era el mejor camarero del mundo.
Por eso me extrañó comprobar, mientras le descolgaban del techo y le desataban la cuerda del cuello, que su cara lucía una amplia sonrisa: fue la única vez que se le vió sonreír.
miércoles, 8 de septiembre de 2010
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