Crucé por el parque para atajar, porque ya estaba llegando bastante tarde. No tenía que haberlo hecho, porque metí el pié en un charco y los bajos del pantalón se me llenaron de barro. En fin, todo mi aspecto era bastante deplorable, pero esto le daba el toque definitivo: iba a una entrevista de trabajo y parecía que había pasado la noche en un contenedor. La verdad es que apenas había dormido un par de horas y después había vomitado. Caminaba tambaleándome y todavía me sentía medio borracho de la noche anterior. Entre el sueño y el ayuno, con el estómago vacío y el calor de la mañana, estaba empezando a marearme.
Unos niños pequeños jugaban a la pelota, entre gritos y risas, y otro grupo jugaba simplemente a perseguirse. Parecían drogados, de lo felices que estaban. Reían sin parar, como si todo les hiciera gracia. Qué bien está eso de la infancia, diablos.
La pelota salió disparada y cayó a mis pies justo cuando pasaba. Uno de los niños se acercó hacia mí y me pidió que se la pasara. Tardé un segundo en reaccionar y otro en enfocarle con los ojos. "claro, chaval". Le di una patada a la pelota, como pude, y tuve suerte de acertarle y de no caerme, pero no tanta, porque le di al niño un balonazo en plena cara. El niño se bamboleó con el impacto y se quedó noqueado un segundo, mirándome fijamente. Yo también le miré, sin decir nada. Pasado ese segundo, el niño rompió a llorar, cada vez más fuerte y la cara se le empezó a poner rosa, luego roja y luego casi violeta. Yo me acerqué y le puse la mano en el hombro "perdona chaval, soy un torpe... soy el peor futbolista del mundo, ¿sabes?" Pero el niño no me hacía ni puñetero caso. Lloraba con tanta ansia como le permitía su pequeño cuerpo, como si estuviera invocando con su llanto a todas las fuerzas de la naturaleza. Yo no sabía qué decir para consolarle. Simplemente le tocaba en el hombro. Miré hacia delante y vi cómo todos los niños habían dejado de jugar y miraban en nuestra dirección con los ojos tan abiertos como una manada de gatos. Al momento, una mujer joven apareció de pronto y cogió al niño del brazo, apartándolo de mi lado, y se agachó para ponerse a su altura. "¿Qué te ha pasado, mi vida?" decía mientras le examinaba la cara como un chimpancé cuando despioja a sus crías. El niño no respondió ni detuvo su ansioso llanto, pero sí que tuvo energías para alzar su dedo delator como un resorte, directo hacia mi y tan afilado que temí que se le disparase. La madre, desde el suelo, me dirigió una mirada acusadora que me pilló completamente desarmado. Empecé a hablar para intentar articular una disculpa "...yo, verá... el niño..." pero ella interrumpió con un seco "no se preocupe, pero tenga más cuidado, ¿de acuerdo?". Se levantó y recogió el balón con una mano mientras con la otra arrastraba al niño, que todavía no había parado de llorar a toda máquina.
Me quedé mirando cómo se alejaban. Unos metros más adelante, el niño empezó a sollozar y a sorberse los mocos. La madre se detuvo y cogió un pañuelo del bolso para limpiarle. Después continuaron caminando y el niño volvió a estallar, sólo que ahora se le oía más bajito, por la distancia. Me sobresalté al recordar que estaba llegando tarde a mi cita con el editor. Me puse a correr lo que quedaba del camino hasta el metro. Sorteé toda clase de obstáculos, desde los guiris que no sabían pasar la tarjeta por el torno hasta la pareja de ancianos que obstruía las escaleras mecánicas. Llegué al andén justo cuando empezaba a sonar la señal de cierre de puertas, pero salté dentro del vagón como un superhéroe en una escena de acción, antes de que arrancara. Con las piernas todavía flexionadas vi a una multitud atónita mirándome sorprendida. Me incorporé y me atusé la chaqueta, intentando disimular. La gente empezaba ya a hablar de sus cosas cuando me giré y le vi allí mismo, detenido frente a mí.
Llevaba el balón en una mano y sujetaba a su madre con la otra. Ella charlaba con un amigo y ni siquiera me vio. Me agarré a una barra, justo al lado del chaval, que me miró socarrón, con el ceño fruncido. Me sacó la lengua. Yo hice lo mismo. Dio un paso retador hacia mí y sin mediar palabra me arreó una patada en la pierna con todas sus fuerzas. El cabrón me hizo ver las estrellas. Solté la barra y me llevé la mano a la espinilla instintivamente justo cuando el tren pegaba un frenazo. Caí justo encima de una viejecita, que gritó más por el susto que por el golpe. Alguien me agarró del brazo y me puso en pie violentamente. Intenté disculparme con la señora mientras su anciano marido me gritaba. Se armó un buen revuelo. La gente comentaba y escuché hasta insultos. Me separé unos pasos del tumulto y me senté en un asiento vacío. Algunos me miraban de soslayo y rumoreaban. El niño me miraba y se reía. El hijo de puta se reía.
Aquel engendro pecoso había nacido para joderme. Tenía ganas de pegarle un puñetazo en plena cara. Si, de acuerdo que yo le había pegado un balonazo antes, pero yo había intentado disculparme como un caballero y aquella venganza suya era a todas luces desmedida. Y encima todo el mundo me miraba como si fuera un delincuente. ¿Es que nadie había visto su patadón alevoso? No, por supuesto, porque el muy sucio lo había hecho a escondidas, como un cobarde. Si, ya sé que era solo un niño. No me vengáis con esas. El miserable sabía perfectamente lo que hacía. Aquella rata se amparaba en la presencia de su madre y en la inmunidad de su infancia, y ahora, encima, se regodeaba, intocable, sabiendo que había ganado. De acuerdo que sólo tenía siete años, pero el hijo de puta había aprendido muy deprisa. Me miraba y se reía enseñando sus pequeños incisivos de ratón. Después crecería y sería peor. No hablo de que se convirtiera en un navajero que atracase a la gente en los callejones para poder comprarse droga. No, sería mucho peor. Sería el más hijo de puta de los directores de sucursal y negaría créditos con la misma sonrisa burlona que ahora me estaba dirigiendo a mí. Se aprovecharía de su situación con la misma soltura que ahora, e incluso desviaría fondos a su cuenta o conseguiría que algún concejal amigo suyo le recalificara unos terrenos. O sería policía o político o alguna mierda de esas y pasaría su opulenta y asquerosa vida aprovechándose de su posición, sabiendo que jamás sufriría las consecuencias de sus actos.
Aquel pequeño hijoputa se merecía una lección. Acabaría con él, le aplastaría como el insecto que era y liberaría al mundo de su infecta presencia. Si, ya lo sé, no me jodáis vosotros también: si le hubierais visto sabríais que se lo merecía. Había que cortar aquella mala hierba de raíz. Seguía allí con aquella cara pecosa y aquellos dientecitos separados que le asomaban de la boca al sonreír. Seguro que las amigas de su madre le pellizcarían las mejillas y le revolverían el pelo mientras decían "qué monada". Tenía ganas de desdentarle de una hostia, pero aquella rata había predispuesto a todo el vagón en mi contra. Algunos todavía me miraban. Ahora, todo el mundo creía que yo era un desalmado aplastaviejas y no podría ni arrearle el primer puñetazo antes de que me detuvieran. No iba a darle de nuevo esa satisfacción. Para los demás sería un loco que agredía a un niño pequeño sin mediar palabra. Menudo chiflado. Nadie salvo él y yo sabría que se trataba de un acto de justicia.
El cabrón había ganado aquella batalla, pero Dios sabe que no ganaría la guerra. Iría al parque a la mañana siguiente, me agazaparía sigilosamente detrás de los arbustos y esperaría a que la madre se despistara. Cuando el chaval se acercara yo caería sobre él como un jaguar silencioso, le arrastraría detrás de los arbustos sin hacer ruido y me marcharía de allí antes de que nadie reparase en su ausencia. Ya verás, pequeño imbécil, ya verás lo que es bueno...
Pero si quería hacer aquello tenía que pasar primero por la ferretería, después de la entrevista, de camino a casa. Tenía que comprar plásticos para cubrir el suelo del baño y cal viva para mezclar en la bañera. Aquel bastardo seguía mirándome con la burla brillando en sus ojos. No tenía ni idea de que mañana a estas horas pendería boca a bajo, inerte, colgado de un gancho en mi desván, como un conejo. Sonríe, pequeño cabrón. Endulza mi venganza.
Con tanta planificación casi se me pasa la parada. Brinqué de mi asiento y salí del vagón a empujones y todavía me dio tiempo a escuchar algún insulto antes de que se cerraran las puertas. Llegué al enorme edificio de la editorial con mi último aliento. Tuve que apoyarme en la pared para recuperar el fuelle. En la entrada tenían un control de seguridad con detector de metales. ¿Qué cojones pasa ahora que ponen esos chismes en todas partes? Me acerqué a la mesa y cogí una bandeja de plástico. Empecé a colocar en ella todo lo que tenía en los bolsillos ante la atenta mirada del agente. Un bolígrafo, una harmónica, un cortauñas, unas monedas, una cadena, un imperdible, un tornillo grande, una cucharilla que ni siquiera sabia que estaba ahí y un adaptador de corriente para un enchufe de 220w. Por último, me quité el cinturón y crucé el arco sujetándome los pantalones para que no se me cayeran hasta las rodillas. Aún así pitó. El cabrón pitó. El agente, que todavía estaba mirando el contenido de la bandeja, se acercó a mi con un detector manual y empezó a frotármelo por todo el cuerpo. El cacharro pitaba y pitaba. Era como si todo yo estuviese hecho de metal, joder. El agente se colocó detrás de mí y me pasó el detector entre las piernas. Estaba a punto de meterme aquel chisme por el culo cuando me di la vuelta. El tipo me miró y me pasó la bandeja de plástico. "Aquí tiene sus cosas, señor. Que pase un buen día". Joder, pero si había pitado por todas partes. ¿Para qué hacía entonces todo aquel teatro? Podría haber llevado encima un arsenal. Recogí todo y lo devolví a mis bolsillos.
Fui hasta la mesa de la secretaria. Era una criatura despampanante, de largas piernas y grandes pechos, una mujer carnosa que hablaba por teléfono a la vez que tecleaba en el ordenador. En su escote se podría nadar. Era como si hubieran cogido a una modelo y la hubieran disfrazado de secretaria, en serio, como si la hubieran sacado directamente de una fantasía erótica. Parecía una broma. Me preguntaba si era coincidencia que la chica fuera tan voluptuosa o si la habrían seleccionado por su presencia. Esperaba que no tuvieran el mismo criterio en mi caso. Me preguntaba también si aquel asombroso escote era cosa suya o de la dirección de la editorial.
"Buenos días. Tengo una cita con el señor Ortiz" dije mientras me abrochaba de nuevo el cinturón. La chica miró sin dejar lo que estaba haciendo. Me hizo un gesto para que esperara. Mientras escuchaba en silencio lo que le decían por el auricular me repasó con la mirada. Parecía un nuevo detector de metales. Se mantuvo así un buen rato. Después dijo "un momento, por favor" y tapó el auricular con la mano. Abrió la agenda y se puso a repasarla. Se apartó las gafas con la misma mano con la que agarraba el bolígrafo mientras agarraba el teléfono con el hombro. "¿El señor Fernández?" "Ese soy yo" respondí. "Pase, el señor Ortiz le está esperando". Mientras decía esto dejó la agenda y soltó las gafas, sujetó el teléfono con la mano del bolígrafo y con la otra me señaló la puerta. Continuó atendiendo la llamada y ya pensaba que no habría respuesta para mi "muchas gracias", cuando volvió a apartar el auricular para lanzarme una sonrisa equivalente.
El despacho parecía sacado de una revista de decoración de interiores. Maderas nobles, cuadros abstractos y muebles de diseño. A esas alturas yo ya tenía la cabeza a punto de estallar, y la resaca se manifestaba en mi boca pastosa y en mi aliento de sepultura, pero aún así puse mi mejor cara cuando le estreché la mano al señor Ortiz. Me hizo sentar en un butacón frente a su imponente mesa y abrió una carpetita de cartulina. "He estado repasando tu trabajo" dijo "es agresivo". Hablaba de algunos relatos que había enviado a una de las revistas de la editorial. No eran muy buenos, pero supongo que tenía razón en lo de agresivos. Era extraño que aquel tipo de aspecto tan recto pudiese distfrutar con aquellas historias. No es que me pareciera mal: me divertía. Hundí el cuerpo en el butacón y estiré las piernas.
"Podríamos publicar algo tuyo, pero tiene que ser algo punzante de verdad... nada de relatos inofensivos sobre la vida cotidiana, sino algo radical". A mi ya me costaba bastante concentrarme en el significado de las palabras como para pensar una respuesta. "¿Quiere que sea radical?" "Si, en fin, algo escrito con rabia, con esa mirada tuya de perdedor fracasado...". Me incorporé en la butaca "¿Perdedor fracasado?". El tipo sonrió. "Ya me entiendes".
Desde luego que le entendía. Aquel señor de corbata y manicura hacía negocio con la transgresión artística. Quería relatos de drogas y putas, donde abundaran los tacos y se follara sin pudor. De esos que sabía vender tan bien. Relatos sórdidos y abyectos, en los que se dijeran cosas sonrojantes. Lo cierto es que a mí me importaba bien poco aquella rebeldía de anuncio, pero sí que me importaba mi cuenta corriente. ¿Perdedor fracasado? ¿No te jode? Si tuviera más dinero podría escribir de otro modo, pero en mi situación ¿cómo no iba a escribir con rabia?
Todos los relatos que escribía eran autobiográficos, así que aquel tipo me estaba llamando perdedor fracasado en mi puta cara. Imagino que para él sería gracioso leer aquellas cosas que consideraba tan exóticas, pero aquello era mi puta vida, joder, y al fin y al cabo tampoco había caído tan bajo como él pretendía. Diablos, yo tendría todo el aspecto de un bohemio desarrapado y mal nutrido, pero no era un macarra ni un vagabundo. Al menos no todavía. Pero ¿qué más da? Al fin y al cabo sólo era literatura, ¿no? Aquel señor creía que yo era, al menos sobre el papel, un macarra sin escrúpulos capaz de decir cualquier cosa y eso era lo que le interesaba de mí. Y por Cristo que a mí me interesaba aquel negocio. Ojalá pudiera hacerme tan rico como él a base de escribir relatos de perdedor fracasado. Con lo que costaba su reloj yo habría podido vivir un par de años. Si lo que quería era algo sórdido y deslenguado, yo estaba dispuesto a escribirlo y hasta enrollarlo en un tubito y metérselo por el culito.
"Tengo un relato perfecto" le dije. “Es pura abyección”. Iba a decir que lo escribí colocado de anfetas, pero ya me parecía demasiado inventar, porque por supuesto yo no tenía ningún relato. Ni relato ni dinero, y no se trataba ya de poder pagar las facturas, sino que en pocos días ya no tendría dinero para comer. Llevaba cuarenta días durmiendo en sofás de amigos y necesitaba una fuente de ingresos urgente. Le dije lo más abyecto que se me ocurrió. “Se titula Plan para matar a un niño”.
Al tipo le encantó. Me fui a casa a seguir durmiendo. De camino me paré en la ferretería. Después sólo tendría que escribir el relato y ya está.
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