La chica había mencionado al entrar algo acerca de un cumpleaños al día siguiente. “Genial -pensé yo, tratando de no hacer ruido en el pasillo a oscuras- mañana lo celebraremos” y creo que justo después tiré alguna cosa de alguna estantería, de camino a su cuarto. Haciendo repaso, si que me parece recordar que escuché algún ruido sospechoso por la mañana, quizá la sensación de que alguien se levantara de la cama y la luz del sol colándose entre las rendijas de la persiana. Quizá recuerdo haberme dado cuenta de que ya no estaba abrazado a nadie, y quizá algún murmullo sordo en el salón, pero lo que definitivamente me hizo recobrar la consciencia fue la voz estridente de una niña pequeña, que gritaba justo a mi lado “Mamá, aquí hay un señor en el suelo!”.
La chica ya no estaba en la habitación, yo me había caído de la cama y efectivamente estaba en el suelo, envuelto en el edredón, y de pronto entendí la razón de aquel intenso murmullo que había estado sonando todo el rato en mi cabeza: al otro lado de la puerta se escuchaban las voces de cientos, quizás miles de niños pequeños. Niños de afilados incisivos, soplando sus matasuegras y cantando cumpleaños feliz.
Yo no llevaba puestos los pantalones, así que decidí no reaccionar a la voz de la niña. Permanecí agazapado debajo del edredón, temiendo por mi vida unos segundos que parecieron horas. Al otro lado de la espesa capa de plumas del edredón podía sentir la mirada láser de la niña, perforando cada átomo, examinándome en busca de algún movimiento que me delatara. Unos tacones de mujer entraron en la habitación y respondieron a la niña con una voz desconocida, “ese es Moncho. Déjale dormir”, y mientras tanto la arrastraba del brazo hacia el salón, y lo más sorprendente para mi no fue que la madre supiera mi nombre, sino que diese por supuesto que aquel único dato bastaba para explicarle a una niña de seis años porqué había un hombre aparentemente muerto en el suelo de la habitación, al mediodía, durante su fiesta de cumpleaños.
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