Ahora no es más que una anécdota graciosa para contar en un bar, pero os aseguro que cuando sucedió no tuvo ninguna gracia. Fue en agosto del 83, y si recuerdo tan bien la fecha es porque fue uno de los veranos más calurosos que se recuerdan. Los viejos se morían en sus casas sin aire acondicionado y la ciudad entera apestaba a podredumbre. Los higos fermentaban bajo las higueras y se maceraban al sol, impregnándolo todo con un hedor dulce a fruta madura y caliente que daba náuseas e invocaba a todos los insectos de la comarca. Las aceras parecían untadas de mermelada de higo que se pegaba a la suela de los zapatos. Era asqueroso.
Yo debía de llevar un par de meses trabajando en la funeraria cuando nos llamaron para un trabajo de rutina: había que ir a recoger un cadáver a una casa del casco viejo y llevarlo al tanatorio. Nada que no hubiéramos hecho antes. Pan comido.
Por aquel entonces, la zona vieja era un lugar impracticable que nada tiene que ver con la amable zona turística en la que se ha convertido ahora. Lo que ahora es encanto, entonces era suciedad. Lo que ahora es exótico antes era peligroso. En aquella época, la mitad de las casas de la zona vieja estaban desahuciadas y la otra mitad la habitaban yonkis, putas y ancianos, así que pasear por allí era bastante parecido a una película de zombies.
Llegamos a una de esas calles angostas que huelen a orín. Nos bajamos del reluciente coche de empresa, con nuestros trajes elegantes, de riguroso luto, con gafas de sol y perfectamente afeitados. A pocos metros, una docena de quinquis nos miraba fijamente y tomaba buena nota de nuestra presencia. Imagino que si no nos atracaron fue porque no creían que existieran dos tipos tan tontos como para meterse en el barrio en un cochazo y así vestidos, y les cuadraba más que fuéramos dos narcos que iban a cerrar un negocio o dos asesinos a sueldo a punto de apiolar a un chivato.
La dirección que nos indicaron se correspondía con una puerta oxidada que parecía no haberse abierto en décadas, pero que se abrió sin esfuerzo al empujarla. Nos adentramos en las oscuras entrañas del edificio y subimos por una estrecha escalera de madera, que parecía tan peligrosa como antigua y que se quejaba con chirridos cada vez que la pisabas, como si los escalones fueran a desmoronarse conforme los ibas pisando. Era un quinto piso, y si conocéis la zona vieja no necesitaréis que os diga que en aquel lugar un ascensor es tan extraño como un acelerador de partículas.
Nos abrió una viuda anciana y encogida que nos metió a empujones en su oscura ratonera mientras sollozaba algo incomprensible. Mi compañero y yo tuvimos que agacharnos para poder entrar y la casa entera parecía menguar a medida que avanzábamos. Todo el lugar apestaba como un desván cerrado, como si en el aire estancado ya no quedase nada de oxígeno, después de tanto tiempo de haber sido respirado una y otra vez, una y otra vez. Podías sentir que ese mismo aire que inhalabas había estado antes dentro del cuerpo de la vieja y del de su difunto marido, y por mucho que respiraras tenías la sensación de ahogarte.
La habitación del muerto estaba al fondo. Por aquel entonces yo todavía no lo sabía pero, al parecer, cuando el enfermo ha estado tomando una medicación muy fuerte, algunas sustancias químicas pueden causar estragos en su organismo y en ocasiones, al morir, esas sustancias reaccionan acelerando la descomposición de los tejidos: el calor puede hacerlas fermentar en el interior del cuerpo, corroyendo los órganos internos hasta disolverlos por completo. Nuestro amigo debía de haber recibido la dosis más alta, porque su cuerpo entero se había hinchado como un pastel en el horno. ¿Os acordáis de lo que ocurría en aquellas películas de serie B cuando a un astronauta se le rompía el casco? Pues así tenía la cara nuestro amigo. Era lunes y nadie había podido recoger el cadáver desde el sábado, así que ya debía llevar casi cincuenta horas macerando. Debajo de una espesa manta, a cuarenta grados de temperatura, el colega se había estado cociendo lentamente en su jugo.
Lo agarramos por la cabeza y por los pies, y al pasar su cuerpo a la camilla, toda la masa se comportó como lo hubiera hecho una enorme bolsa de agua caliente. Cuando le amarramos las cinchas para agarrarlo tuvimos cuidado de no apretar mucho por miedo a que reventase por algún lado. Era como apretar una cuerda alrededor de un globo. Lo sacamos de la casa como pudimos y empezamos a bajarlo por las escaleras. Yo me coloqué delante para poder guiar, y con lo inclinada que estaba la condenada escalera, teníamos que llevar la camilla prácticamente en vertical.
Conseguimos librar los primeros tramos, pero conforme bajábamos, comprobábamos que la escalera se iba haciendo cada vez más estrecha. Os parecerá que exagero, pero en serio, comprobadlo vosotros mismos: en los edificios antiguos, la escalera se va estrechando cada vez más, como si fuera un enorme embudo. Cada vez era más difícil girar la camilla al cambiar de tramo y cada vez teníamos que inclinarla más. A la altura del tercero tuvimos que poner la camilla completamente de pie para poder girarla. En el momento más delicado, cuando pasábamos sobre la barandilla, el cuerpo se resbaló por debajo de las cinchas y el muerto se cayó de golpe sobre mí, tirándome escaleras abajo. Al instante se escuchó un ruido sordo, como si alguien hubiera reventado de golpe un envoltorio de burbujas, pero antes de que terminara de sonar se escuchó otro ruido todavía más desconcertante. Un sonido líquido, como si alguien hubiera arrojado un cubo de agua escaleras abajo.
El muerto había explotado sobre las escaleras, sobre las paredes y sobre mí. Había explotado sobre el jodido techo y goteaba por los escalones hasta llegar al portal. Todo el cuerpo se había deshecho en aquella catarata macabra. Me miré y después miré a mi compañero. Los dos estábamos completamente cubiertos de muerto. Él se puso a vomitar y yo de pronto tuve un ataque de pánico por la posibilidad de que algún vecino entrase en el portal en ese momento y viera todo aquel desastre, así que subí corriendo los escalones mientras pensaba qué diablos decirle a la viuda. ¿Qué se le dice a una anciana cuando uno acaba de destrozar el cadáver de su marido? Golpeé la puerta y escuché sus pies arrastrándose por el pasillo. Me pasé la mano por la cara para quitarme de encima aquel líquido pegajoso, como si aquello pudiera mejorar en algo mi aspecto. Escuché el chirrido del pasador al abrirse y vi la expresión de la vieja al mirarme. “Disculpe señora, ¿podría usted dejarme una fregona?”
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