miércoles, 30 de diciembre de 2009

UN DIA DE SUERTE

Ya pasaban de las cuatro y el único sitio con comida resultó ser una de esas hamburgueserías grasientas del centro. Me senté en una de las mesas a comerme la hamburguesa, las patatas y el refresco, y miraba a mi alrededor como si realmente hubiera aterrizado en otro planeta. Es alucinante que la evolución de los acontecimientos nos haya llevado desde los tiempos de las cavernas a concebir estos lugares. Es divertidisimo. Desde cualquier rincón puedes observar a gente de índoles dispares, afanándose en frenéticas tareas, como quien observa la actividad en un hormiguero.

Mientras mordía la hamburguesa, entretenido con esta visión, un señor enorme se sentó a mi lado y se puso a comer como si no hubiera mañana. Realmente engullía la hamburguesa. Quiero decir que se metía pedazos enteros directamente en el gaznate, y proyectaba migas de pan por las comisuras de la boca como si fuera un jodido dibujo animado. De pronto me sobresaltó la voz aguda y directa de un niño pequeño. Efectivamente, se trataba de un sujeto de unos siete años que me miraba con los ojos tan abiertos que parecía pensar que vería más cosas cuanto más los abriera.

“¿Qué dices chaval?” “Que si me da usted la pegatina.” “¿Qué pegatina?” “La que viene con el refresco.” “Claro, chaval, tómala.” Arranqué la pegatina del refresco y se la pasé. El niño se fue corriendo, poseído por una convulsión histérica. Se arrojó al suelo y se puso a rascar la pegatina frenéticamente. Al angelito le hacía ilusión el regalito de las hamburguesas. Ojalá a mi pudieran hacerme feliz tan fácilmente. Claro, chaval, sé feliz con tu pegatina. Me encanta hacer sonreír a un niño.  

Yo todavía no había dado otro mordisco a la hamburguesa cuando el niño se puso a chillar, como si hubiera entrado en un trance diabólico. Saltaba y saltaba con la pegatina en la mano. “Si, si, si, si, premiooooo.” Gritaba. Joder, si que le gustaban al niño los muñecos que regalaban con las hamburguesas. Terminé mi comida mientras el niño alborotaba todo el local. No dejaba de gritar y los adultos empezaban a arremolinarse a su alrededor. Me levanté a devolver la bandeja, pero de repente sentí una descarga helada en la columna cuando leí el anuncio en el salvamanteles de papel chorreado de Ketchup. De pronto lo entendí todo. Entre los surcos de grasa y las manchas de salsa se leía en letras grandes y doradas “Gane 300.000 euros”.

El hijo de puta del niño acababa de ganar 300.000 euros con mi puta pegatina. Era mi refresco, era mi pegatina, era mi premio, y aquel chaval era un hijo de puta que me había engañado. Yo pensaba que el crío quería un robot o alguna mierda de esas, pero el muy usurero quería la pasta. Hay que ver cómo de cabrón puede llegar a ser un niño. El pequeño bastardo me había tomado por imbécil. Corrí hacia él verde de furia. Rompí la primera capa de personas que le rodeaba y aún tuve que apartar algunos hombros más antes de poder agarrarle. Le cogí de las solapas y empecé a zarandearle en el aire. Le grité “hijo de puta, eres un hijo de puta, esa era mi pegatina.” La gente se apartó unos pasos instintivamente. El niño me miró estupefacto. Tenía la cara crispada como si la estuviera sacando por la ventanilla de un coche. Estaba paralizado de terror y tardó unos segundos en levantar la mano temblorosa para devolverme la pegatina. Con un hilo de voz que surgía del fondo de su estómago masculló un “lo siento, perdone, yo…”. Miré la pegatina y leí el mensaje que venía escrito. “¡Has ganado un helado!”.

Solté al niño de las solapas y le coloqué un poco la cazadora. Me giré y vi unas veinte miradas perforadoras clavadas en mi. El local entero se había quedado en silencio. Tranquilamente caminé hasta la barra y le pedí el helado al camarero.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

LA ANOMALÍA

Ya sabéis como empiezan siempre estas cosas, de la manera más anodina, cualquier mañana aburrida de Noviembre. Seguramente la primera señal se detectó en un laboratorio cualquiera, por una leve variación en las lecturas. Seguramente alguna aguja empezó a oscilar en algún aparato, marcando el valor que no debía, y seguramente el becario que estaba encargado, al ver que no le cuadraban las cuentas, fue a alertar a su superior, temiendo haberla cagado en algo.

Al superior se le debió caer el cigarro de la boca al leer aquellas cifras y seguramente llamó a sus colegas para cotejar los datos y los colegas empezaron a mearse en los pantalones. La comunidad científica al completo escupió el café mientras los números bailaban en sus calculadoras. Para cuando se empezó a investigar seriamente el asunto, la Humanidad entera había fijado ya su atención en aquel punto lejano de la galaxia, aquel lugar oscuro en medio de ninguna parte que se dio a conocer como La Anomalía.

Una porción de nada en el centro de la nada más inmensa. Un puñetero puntito en medio del puñetero Universo, idéntico a todos los demás puntitos, pero jodidamente distinto: un tumor espacial en el corazón de la galaxia.

Nadie entendía nada de lo que estaba pasando, y mucho menos los científicos. ¿Cómo podían explicar algo tan complicado a toda una Humanidad histérica que no entendía una mierda de física? La gente ni siquiera sabía lo que ocurría en su propio planeta y de repente tenían la vista puesta al otro lado del Universo. Por si no se sentían ya suficientemente pequeños, de pronto se dieron de narices con el infinito. Ignoraban porqué de repente era tan importante aquel jodido lugar, si es que se le puede llamar lugar al puñetero vacío, y todo que alcanzaban a entender es que, a millones de años luz, aquella inmensa porción de espacio, más grande que cien planetas, les estaba tocando los cojones a escala cósmica. Y tampoco les hacía falta entender mucho más.

El problema, efectivamente, no era que los números bailasen ni que nadie entendiera nada, sino el estado de incertidumbre general en el que quedó sumida toda la población de la Tierra días después del descubrimiento de la Anomalía. La gente continuó con sus rutinas, como si nada y, aunque el tiempo mitigó sus preocupaciones, dejó sus almas marcadas por una desazón punzante. Nadie hablaba del asunto, para no pensar en ello, y hasta parecía que todo aquel angustioso episodio no había llegado a ocurrir nunca, pero en el fondo sabían que aquel lejanísimo cáncer invisible seguía flotando impasible sobre sus cabezas.

Nadie puede saber con seguridad si los efectos de la Anomalía existían ya antes de su descubrimiento, pero desde luego, a partir de que la noticia se hiciese pública, las consecuencias fueron devastadoras. Al principio, todo el mundo pensaba que aquello sólo les estaba ocurriendo a ellos y tardaron mucho tiempo en comprender que la tristeza que había invadido sus pensamientos era en realidad un fenómeno generalizado.

La angustia que provocaba aquel enigmático lugar vacío se difundió por todo el mundo. Los síntomas podían apreciarse a simple vista, en los hombros caídos, en los andares vagos, en la mirada perdida. La angustia provocaba vértigo y el vértigo generaba ataques de ansiedad y hasta de pánico. Algunos apenas conseguían conciliar el sueño. Aquella enfermedad sutil parecía haberles contagiado a todos, como si aquel vacío que flotaba en medio de la nada se hubiera instalado también en sus corazones. La Humanidad entera se sintió desamparada y sola, sin suelo bajo los pies y, como una imparable epidemia, se extendieron por todo el planeta unas inexplicables ganas de llorar.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

LA CABINA

Yo debía rondar los doce años y si por aquel entonces me hubiera visto a mi mismo hoy en día estoy seguro de que no me habría reconocido. En aquella época todavía no había comenzado la fiebre de los teléfonos móviles y la gente era amiga de las cabinas telefónicas. ¿Os acordáis? Ahora ya casi no quedan, diablos. Cuando buscas una estás perdido.

Al lado de mi portal solía haber una de esas con puertas plegables, en las que tenias que entrar. En fin, una cabina de verdad, porque las otras técnicamente ni siquiera son cabinas. Estaba en la esquina, justo en la entrada de unas escaleras que se volvían oscuras y peligrosas durante la noche. Generalmente, la cabina amanecía con los cristales rotos y llena de pintadas y era común encontrarse el cable roto, colgando, y el auricular tirado por el suelo. El interior olía a urinario público y nunca me quedó muy claro si eran solo los perros los que meaban allí. Rara vez funcionaba pero, aún así, recuerdo haber hecho muchas llamadas desde aquel pequeño compartimento.

Después vi El Doctor Who y El viaje alucinante de Bill y Ted, en las que los personajes viajaban en cabinas telefónicas, y el interior metálico de aquel cacharro comenzó a ganar encanto en mi imaginación. El cristal traslucido por la pintura de los graffitis y por la publicidad pegada y rascada un millón de veces, y aquellas instrucciones cubiertas por un plástico húmedo, siempre rallado con llaves o quemado con mecheros, que indicaba los prefijos de todas las provincias, último vestigio de una época remota en la que había que marcar los prefijos a parte. Una vez conseguí unas monedas extranjeras que pesaban lo mismo que las de veinte duros y la gente las usaba para colarlas en las máquinas. Pensaba que podría hacer miles de llamadas, pero nunca funcionó.

Una mañana, un tipo del vecindario se tiró por el balcón de su casa y aterrizó justo encima de aquella cabina. Yo aparecí justo después de que se llevaran el cadáver, así que no llegué a verlo, pero si vi el maltrecho esqueleto metálico de la cabina, abollado y comprimido, como un acordeón abstracto, con los cristales reducidos a millones de pequeños pedacitos que se extendían por toda la acera, hasta los zapatos de los curiosos que rodeaban la escena. La policía echaba serrín por el suelo para absorber los restos de sangre.

Al parecer, el hombre había preparado café, pero saltó antes de tomárselo: lo retiró del fuego y lo dejó sobre la mesa, sin servir. A un lado encontraron un papel y un bolígrafo, pero no había nada escrito. No se le habría ocurrido qué poner. O quizá se le ocurrieran demasiadas cosas como para ponerlas todas.

Recuerdo que pensé que si las cosas me fueran tan mal como para querer morir, antes de suicidarme me fugaría. Uno siempre tiene tiempo para dejarlo todo y empezar una nueva vida en otro lugar. Ahora me doy cuenta de lo cándido que era entonces y de lo limpio que estaba todavía mi pensamiento. Ignoro cuando empezó a ensuciarse todo, ni cuando se volvió la vida tan complicada, pero ahora entiendo que hay cosas de las que uno no puede huir por muy lejos que se vaya.

A la mañana siguiente, cuando pasé por allí, los servicios de limpieza ya habían limpiado todo aquel desastre. Ya no quedaban restos de cristales rotos ni manchas de sangre en el suelo. Los operarios de la compañía telefónica retiraban los restos retorcidos de la cabina y procedían a instalar una nueva. Cuando volví de la escuela, en el lugar ya no quedaba nada que recordara aquel macabro incidente y la nueva cabina relucía bajo la luz rojiza de la tarde. Un hombre mantenía una conversación dentro, tan tranquilo, ajeno a todo lo que había ocurrido allí tan solo unas horas antes.

La nueva cabina permaneció en servicio muchos años, como un monumento secreto al suicida desconocido. Creo que yo no volví a usarla nunca y si os hablo ahora de ella es porque, en algún despacho de algún organismo del estado, algún político decidió remodelar la vieja esquina y la entrada de las viejas escaleras, así que esta mañana, sin previo aviso, los trabajadores empezaron a romper el suelo y levantaron la cabina con una grúa. Yo me quedé mirando junto a algunos jubilados, pero tenía la sensación de que, de toda aquella gente, yo era el único que entendía lo que estaba pasando allí. 

jueves, 26 de noviembre de 2009

QUE OS JODAN, HIJOS DE PUTA

Parece ser que el anciano estaba ya muy mal cuando recibió la última visita del promotor inmobiliario, que se presentó en su casa sin más, con un traje elegante. El anciano le recibió en su lecho de muerte, prácticamente ciego. El hombre se acercó y le explicó que esta vez su oferta era mucho más ventajosa. Hablamos de mucho dinero. Entendía que hubiera preferido pasar su vida en aquella casa, pero ahora ya no tenía sentido negarse a vender. Había muchas familias jóvenes que esperaban tener la oportunidad de vivir en aquella zona. Tenía que pensar en ellos. Ahora que se acercaba el final, tenía la oportunidad de hacer lo correcto antes de abandonar el mundo. Eso le dijo, y le acercó el contrato a la cama y hasta le colocó un bolígrafo en la mano. Sintió el tacto de su piel vieja y fina como un pergamino. El anciano hizo lo posible por recostarse, entre toses. Con sus últimas fuerzas agarró el bolígrafo y lo apretó contra el papel. Trazó un garabato torpe y se lo pasó al promotor, después le cogió la mano y le dedicó una mirada mientras en sus ojos se extinguía la vida. El promotor le soltó la mano y miró el contrato. Al final del papel, en el hueco donde debería estar su firma, el anciano había escrito “Que os jodan, hijos de puta”.

sábado, 21 de noviembre de 2009

ENCONTRÉ UN CHULETÓN EN LA CALLE

Ni siquiera sé porqué acabé en aquella fiesta, pero ya venía siendo habitual encontrarme en este tipo de situaciones cualquier miércoles por la noche, o martes, o jueves, o cualquiera que fuera el puñetero día de la semana. Ciertamente, lo único que alteraba mi horario era que los fines de semana el metro cerraba tarde y podía volver a casa a eso de las 3 o las 4 de la mañana, mientras que los días laborables tenía que esperar hasta que abriera, a eso de las 5:30.

Aquel jueves o lo que fuera me había colado en una fiesta de postín y no podía encontrarme más fuera de lugar. No conocía a nadie allí dentro, así que me hice amigo del camarero, que me puso todos los cócteles que pude beber. Para cuando me echaron de la fiesta, ya eran las cuatro de la mañana y yo apenas podía caminar recto. El metro estaba cerrado y mi casa quedaba a más de una hora caminando, así que me paré en un cajero para sacar dinero para un taxi.

Introduzca su número secreto. 4573. Código erróneo. Continuar. Introduzca su número secreto. 4753. Código erróneo. Joder, ¿cómo era? Me lo sabía tan de memoria que mis dedos normalmente lo tecleaban sólo, sin que tuviera que pensar nada. Maldita sea, ¿cómo podía haberlo olvidado? Continuar. Introduzca su número secreto. 4357. Código erróneo. Tarjeta retenida por cuestiones de seguridad. Por favor, consulte con su banco. ¿Cómo? Maldita sea. ¿En serio se la ha tragado? Cajero, cabrón, devuélveme mi puta tarjeta.

Diablos, ¿qué podía hacer ahora? Golpear el cajero parecía lo más racional. También le di una patada, pero no conseguí arreglar el problema. Lo mejor era no pensarlo demasiado y enfilar el camino a casa, sin demasiados victimismos. Cuanto más lo lamentara, más horrible sería el camino.

Estarán de acuerdo conmigo en que pasear a las cuatro de la mañana de un miércoles por el centro de una gran ciudad es una experiencia interesantísima. Vi pasar un coche tuneado con luces de neón a doscientos kilómetros por hora con música tecno sonando a todo volumen en el interior; un sudamericano le gritaba a una mujer y la policía se acercó para detener la riña; un portero echó a un borracho de un garito y el borracho empezó a molestar a dos chicas que pasaban; un paquistaní mantenía negocios ilegales en una esquina oscura y siete putas de diferentes procedencias esperaban clientela en el borde de la acera.

Yo caminaba fluidamente, con los tobillos ya en caliente, tratando de mantener el rumbo lo más recto posible y sólo me detuve una vez, junto al banco de un bulevar. Sobre el asiento reposaba un enorme y jugoso chuletón envasado al vacío, en una de esas bandejas del supermercado. Un chuletón de un kilo. Os lo juro. Y yo sin cenar.

En circunstancias normales uno se plantea dos veces eso de coger comida del suelo, pero el alcohol nos da en arrojo lo que nos quita en prudencia y mi estómago mandaba en aquel momento sobre el resto de mi organismo. No había comido carne en toda la semana y no me cabía ninguna duda de que el mismo Dios había colocado aquel sangriento pedazo de carne justo allí, tan coqueto sobre el banco, justo en medio de mi camino, para premiarme por mi misticismo. Agarré el chuletón y volví el resto del camino dando brincos.

Al llegar a casa, ligeramente menos borracho, decidí examinar el botín más detenidamente. Diablos, yo no era forense ni nada, pero no detectaba restos de necrosis, al menos a nivel superficial. Quizá había adquirido un tono grisáceo por los bordes, pero aquel pedazo de carne aún estaba fresco y por suerte yo lo había encontrado antes de que se hubiera echado a perder. A la mañana siguiente, algún empleado de la limpieza se lo hubiera encontrado ya podrido y habría acabado sus días en la basura.

Es cierto que al acercar la nariz noté cierto olor a cadáver. Un olor no demasiado agradable, quiero decir, pero pensé que tanto tiempo sin probar la carne podría haberme generado una sensación de rechazo. Olía un poco fuerte, pero estaba bien. Pensé que, en todo caso, al incinerarlo en la sartén conseguiría esterilizarlo: si algo hubiera de malo en aquel filete, sin duda ardería en el fuego.

La carne se contrajo al primer contacto con el aceite caliente y empezó a chisporrotear como una verbena. Estaba muy borracho, pero tenía clara una cosa: nada de “poco hecho”, nada de “en su punto”. Aquello tenía que rebasar la categoría de “muy hecho” para adentrarse en la de “carbonizado”.

Lo serví escuetamente en un plato y cogí mi cuchillo más afilado. Probé el primer bocado caliente en todo el día y sentí que mi cuerpo se activaba. En mi estómago había fiesta y todo el organismo estaba pidiendo refuerzos. Por allí no se había visto tal despliegue de proteínas desde hacía tiempo.

Bocado a bocado empecé a paladear la carne, que tenía un sabor tan fuerte como su olor. A cada mordisco me convencía más de que aquella carne quizá llevara muerta demasiado tiempo. En mi mente vi a un lobo hundir sus dientes sobre el cuerpo de un cordero. Un buitre desgarraba la carne del cadáver de un búfalo. Un león clavaba sus colmillos en el muslo de una gacela y lo desgarraba de un mordisco. La sangre oscura le resbalaba de la boca. Un festival de carne, sangre y tendones.

Ya llevaba comido más de medio chuletón cuando empecé a sentir un dolor punzante en el estómago, no sé si por sugestión o por putrefacción, así que decidí dejar el festín sin terminar, porque me gusta ser un hombre precavido.

jueves, 15 de octubre de 2009

TEMA LIBRE

Por la mañana, el folio en blanco y el bolígrafo reposan sobre la mesa del escritorio, impacientes, como si llevaran años esperando. Las herramientas básicas, el pico y la pala del escritor, son a la vez su salvación y su condena. La luz del sol se filtra a través de la persiana y proyecta formas irisadas sobre la superficie del folio. Ya sabéis, toda esa mierda.

Escribir no es difícil cuándo sabes qué decir. Lo dices y ya está. El problema es cuando no tienes ni idea de lo que quieres contar. Entonces, mirar al folio en blanco es como mirar a la cara a la propia muerte. No es fácil enfrentarse al vacío y mucho menos cuando está dentro de uno mismo.

El otro día escuché una leyenda india o algo por el estilo. Venía a decir lo siguiente:

En el bosque, todos los animales estaban congregados celebrando la llegada de la primavera. Todos eran felices menos el hombre, que estaba sentado a parte, empapado de tristeza, debajo de un árbol. Los animales se acercaron y le preguntaron qué le pasaba. “No nos gusta verte triste” le dijeron. “No soy feliz, porque la naturaleza ha sido injusta conmigo” dijo el hombre. “Vosotros podéis hacer muchas cosas, pero yo no puedo hacer nada”. El búho se acercó y le dijo “Deja de estar triste: dinos lo que quieres y nosotros te lo daremos”. “Querría tener buena vista” dijo el hombre. “Pues tendrás la mía” le respondió el búho. “Quisiera ser muy fuerte” dijo el hombre, y el jaguar le contestó “Serás tan fuerte como yo”. Así, todos los animales del bosque le fueron dando al hombre todo lo que podían hasta satisfacer todos sus deseos. Cuando acabaron, el hombre se marchó.

“Ahora el hombre ya tiene todo lo que deseaba” dijo el jaguar “ya no estará triste nunca más”. “Te equivocas” respondió el búho. “He visto un agujero en el hombre, y es tan profundo que jamás conseguirá llenarlo: es eso lo que le hace infeliz.“

Por la mañana de un miércoles cualquiera de 1986, yo estaría sentado en un pupitre doble del aula de parbulario. Ya casi no recuerdo como era ni recuerdo tampoco quién se sentaba conmigo. En realidad, lo único que recuerdo eran el tacto y el olor de las ceras de colores. La sensación de destrozarlas contra el folio en blanco. Manchas salvajes de colores, líneas curvas y rectas, donde antes no había nada.

En clase, la maestra nos mandaba dibujar a nuestra familia o nuestra habitación, nos pedía que dibujáramos algo que hubiéramos hecho el fin de semana o en las pasadas vacaciones. Creo que todavía debo conservar alguno de aquellos dibujos por alguna parte. Aquella mañana de miércoles, sin embargo, la maestra tenía una recomendación mucho más enigmática: el tema era libre, podíamos dibujar lo que quisiéramos. La clase parecía contenta.

A mi alrededor, mis compañeros empezaban a estrellar sus ceras contra los folios. Unas líneas primero, para definir los contornos. Después los colores de relleno y algo de fondo. Quizá incluso algo de perspectiva. Después de unos minutos ya podía reconocer lo que estaban dibujando algunos. Mi compañero de pupitre dibujaba un coche. El de delante hacía algo parecido a un perro. Ante mi, sin embargo, se imponía el inmenso precipicio del folio. Yo, que siempre había procurado acatar el tema propuesto, ajustarme a la pauta, no salirme de los bordes, me enfrentaba ahora a la incertidumbre. ¿Qué dibujar?

Pasaron los minutos y las ideas hervían en mi cabeza. Quise pintar un tanque, una casa, un caballo, un paisaje montañoso, un platillo volador, pero estaba paralizado por la inseguridad. ¿Qué hacer? Al fin y al cabo estaba libre del yugo del encargo. Libre para hacer lo que quisiera. No tenía que limitarme a los manidos clichés de siempre. Nada de familia ni de vacaciones. Ya no era un esclavo y podía dibujar lo que quisiera. Lo que siempre hubiera querido dibujar, podía hacerlo ahora. Un dragón de varias cabezas, un castillo o un barco. Tenía cientos de ideas brillantes, pero ¿cuál de ellas escogería?

Acerqué la cera al folio sin saber bien por dónde empezar. Comencé a trazar una línea horizontal de lado a lado, luego una línea curva. Luego me detuve a mirar. No tenía ni idea de qué estaba haciendo. ¿Qué diablos era aquello? Los minutos pasaban y ya no sólo me enfrentaba a la incertidumbre, sino también al tiempo, y por lo tanto al miedo.

Confiaba en que aquellas líneas abstractas, fruto del azar, me dictaran alguna norma, pero aquellos garabatos no dictaban nada. Aquello no se parecía a nada conocido. Hice otra raya más, que con la anterior podían parecer la silueta de un hombre. Traté de terminar la figura como pude. Era un hombre caminando. Bueno, más o menos. Luego dibujé un sol con una sonrisa y unas nubes para completar un poco el asunto. Apenas pude terminar, porque me había pasado toda la hora en blanco. Mi dibujo era sin duda el peor de todos.

La profesora se acercó con mi trabajo en la mano. Me preguntó qué era. Me preguntó porqué lo había dibujado. Yo era un manojo de nervios. Empezó a dolerme la barriga. No sólo había tenido que resolver aquella papeleta sino que ahora encima tenía que justificarla. Mierda. Le dije que no sabía. Me preguntó si estaba contento con mi dibujo. Joder, yo sabía de sobra que no era lo mejor de mi mismo, pero ¿qué quería que hiciera con tan pocas directrices? Me había obligado a saltar al vacío, sin red, y bastante era ya con que hubiera conseguido terminar algo como para exigir que fuera consistente. Me eché a llorar y le dije a la profesora que qué quería que hiciera, si no me había dicho qué tenía que dibujar, que me había pasado toda la hora pensando qué hacer y que luego no me había dado tiempo a hacer nada decente.

Por la tarde, al salir del colegio, fui con mi padre a la explanada que hay al lado del puerto. Habían instalado allí el Gran Circo Italiano. Fuera de las carpas se podían ver todo tipo de animales. Unas llamas, un elefante y hasta una cebra. Aquello era una pasada. Me hice una foto encima del elefante y otra sujetando a un chimpancé. Mi padre me acercó a una especie de atracción en la que unos ponis giraban atados a una noria. Me subió a uno de los ponis y me agarré fuerte de las crines. Aquel bicho estaba caliente y olía mal. En realidad no era como yo me esperaba. Aquello no tenía nada de la gracilidad de un corcel. Era rechoncho y pestilente. Un gitano con dientes de oro se colocó de pié a mi lado y me sujetó de la cintura. Olía aún peor que el caballo. El animal empezó a moverse con torpeza, arrastrando los cascos cansadamente sobre el barro. Pasó un rato y después el gitano me bajó. Mi padre me preguntó si me había gustado y yo le dije que mucho, pero en realidad me había decepcionado.

Entramos a la carpa y vimos el espectáculo del Gran Circo Italiano con sus tres pistas. Los payasos, los malabaristas, los domadores y toda ese rollo. Cuando terminó ya era de noche. Al acercarnos a la salida vi cómo el gitano desenganchaba a los ponis y los iba metiendo en un redil. Allí dentro, ya sueltos, los ponis empezaron a colocarse uno detrás de otro y continuaron caminando en círculos.

No es fácil enfrentarse con el vértigo al vacío, amiguitos, pero peor es caminar en círculos.

domingo, 4 de octubre de 2009

Luis Felipe

Era una verbena de pueblo, al estilo clásico, con un sólo fulano sobre el escenario. Se bastaba sólo para animar todo el cotarro, con un tecladillo y un micrófono, cantando canciones populares que casi nadie conocía. Ritmos charangueros, a veces tropicales, reducidos a la esencia de una melodía electrónica, como una sintonía de teléfono móvil. Aún así la gente bailaba. Los que más bebían eran los que más bailaban. Algunos hasta hacían la conga en círculos, alrededor de la plaza. Algunas extranjeras sonrosadas reían grotescamente y saltaban, haciendo botar sus enormes tetas en las caras de algunos babosos locales que intentaban seducirlas, o al menos aprovecharse de su ebriedad para frotarse contra ellas, como un oso que se rasca contra un árbol.

El tipo estaba en la barra, con un codo apoyado sobre la chapa metálica. Ya lo había visto antes, al acercarme a pedir un mojito. Parecía un pobre diablo, bajito y oscuro, consumido, con la cara comprimida, concentrada en un sólo punto, y con la boca llena de dientes desordenados. Ni siquiera hizo falta mirarle para que el tipo empezara a hablar.

¿italiano? ¿español? Me caen bien los españoles. Conozco bien la ciudad, si necesitas ayuda no tienes más que pedirla. Si quieres yo puedo ayudarte. ¿Donde vas a ir cuando termine esta fiesta? Yo intentaba evitar sus preguntas, respondiendo a todo que no sabía. El tipo, desde luego, no estaba de malas, pero tanta amabilidad olía a chamusquina viniendo del trigo menos limpio del lugar. Aún así, no entendía cual podía ser su interés en mí. Desde luego, debía estar ciego si pensaba que tenía algún billete en los bolsillos y me extrañaba la posibilidad de que sólo quisiera conversación.

Conozco los mejores locales: el jamaica, el Kremlin, el DeLuxe... tienes que ir a ese, es la hostia, está lleno de mujeres. A mi me encantan las mujeres. Yo soy de aquí, aunque acabo de llegar de Colombia... estuve allí viviendo trece años... Aquello si que era vida. Dinero, mujeres... ya sabes. La vida merece la pena cuando uno tiene dinero... sin pasta, la vida no vale nada. En Colombia yo era un tipo importante, tenía un montón de negras con las que follaba todo el tiempo. Estaban buenísimas.

El tipo hablaba y hablaba. No hacía falta animarle. Mientras hablaba intentaba contarle los dientes: había docenas dentro de aquella boca. Algunos se asomaban, otros, más tímidos, se metían hacia dentro. La mayoría estaban corroídos como si hubiera hecho gárgaras con ácido sulfúrico.

Si, si, tengo tres hijos. Bueno, dos de Colombia y uno de una mujer anterior que tuve aquí. Todavía me llevo bien con ella, pero claro, hacía muchos años que no la veía.

Hablaba de sus hijos como si realmente les quisiera, pero sonaba a mentira. No es que me deje llevar por los prejuicios, en serio. Si vosotros le hubierais visto, jamás diríais que ese tipo pudiera querer a un niño. Si acaso violarlo o robarle, pero no quererle. Quizá criarlos para luego vender sus órganos en el mercado negro. Quien sabe. Aún así, no dudo de que los quisiera, a su manera. Al fin y al cabo les mandaba dinero de vez en cuando. Un padrazo.

Tengo incluso dos nietos. ¿En serio? Si, si: uno ya tiene tres años. Joder, no me daban las cuentas: el tipo no parecía pasar de los cuarenta. ¿En serio? De verdad: dos nietos, hijos de mi hijo mayor... lo tuve muy jóven, con 16, y ahora él tiene 25 y acaba de tener a su segundo hijo. Desde luego, cuarenta años podían dar para vivir muchas cosas. El tipo se había dado mucha prisa.

¿Pero porqué un tipo así podía ser tan importante en Colombia? ¿En qué cojones trabajaba? ¿Trabajo? Jajaja. No, no, yo nunca he trabajado: me dedicaba al tráfico de drogas. Si quieres farlopa, yo puedo conseguirte la mejor. No gracias. También puedo conseguirte hachís si quieres. No gracias. Sólo tengo que llamar a mi primo, que está en las escaleras de ahí abajo. Venga, dame cinco euros y vuelvo ahora mismo. Nos lo fumamos a medias y nos vamos a tomar algo. No te estoy engañando, en serio. Bueno, cinco euros es todo lo que tengo...

Evidentemente, cuando mencionó el dinero, supuse que ese debía ser su interés. Aún así, cinco euros era un precio barato por quitármelo de encima. El tipo quería dejar claras sus buenas intenciones así que insistió en que me quedara su móvil como señal. Volveré enseguida. Era uno de esos móviles modernos con pantalla táctil, que valía bastante más de cinco euros. Aquello no tenía sentido. Si aquello era un timo, estaba ante el timador más estúpido de la región.

El tipo se perdió entre la gente. Tardó más de un cuarto de hora, pero volvió. Se acercó a mi, que le esperaba en la misma barra, pero aún más borracho que cuando me dejó. Al acercarse a mi, un tipo negro, probablemente un inmigrante caboverdiano, le interrumpió y se apartaron un metro. Cruzaron unas palabras. Él puso mala cara. De vez en cuando los dos se giraban y me miraban. Evidentemente hablaban de mí ¿De qué cojones iba todo aquello? ¿Estaba peligrando mi culo o es que tenía el sistema de alarma demasiado sensible? Tuvieron un pequeño forcejeo y él puso una mueca de asco. Se acercó de nuevo y me agarró del brazo. Tenemos que irnos de aquí, ya sabes: es negro... Al decir esta última frase, se aseguró de que nuestro vecino la escuchaba bien. Se miraron a los ojos mientras me arrastraba hasta el otro lado.

Le devolví el móvil y me enseño el hachís: una pieza raquítica que apenas valía para hacer cuatro porros. Arrancó la mitad de un mordisco. Al acercarla a la boca proyectó los dientes hacia fuera, como un monstruo de una película de ciencia-ficción. Empezó a quemar la china hasta que se ennegreció en su mano, despidiendo un olor nauseabundo, mezcla de petróleo y de amoniaco. Utilizó uno de esos papeles gruesos, como los que se usan para escribir. Envolvió el tabaco torpemente y le acercó la llama del mechero. Empezó a brotar de él un humo negro y espeso. Fumó dos caladas que redujeron el porro a menos de la mitad. Yo, mientras, le miraba en silencio.

En Colombia estuve preso mucho tiempo. Me condenaron a quince años por narcotráfico, pero sólo cumplí siete. La cárcel no es un sitio bonito, y menos en Colombia. Allí matan a la gente. Yo mismo lo vi, con mis propios ojos. Vi como degollaban a compañeros míos. A veces sin razón, simplemente los degollaban. Aquellos negros hijos de puta eran como salvajes. Te lo juro, lo vi con mis propios ojos: el cuerpo por un lado y la cabeza por el otro. Gente que conocía. Todas las noches me dormía pensando "me van a matar. Estos hijos de puta me van a acabar matando". Lo pensaba todo el tiempo. Pero eso ya pasó. Salí de allí hace un mes y ahora estoy aquí. No es momento de acordarse de aquello: ahora hay que recuperar el tiempo y divertirse. En realidad no me arrepiento: sabía que iban a acabar cogiéndome, pero en aquel momento pensé que merecía la pena. Lo pasé bien, pero la cárcel es muy dura... muy dura. En serio, no sabes lo que es aquello. Pero ahora ya pasó. Ahora hay que celebrarlo. ¿Quieres que vayamos a tomar una copa? Yo te invito. 

martes, 22 de septiembre de 2009

EL VIEJO Y EL BAR

El que escribe esto está ahora apoyado en la barra de un bar. El lugar es un club de moda. El momento es las cuatro de la mañana de un sábado. El que escribe esto está instalado en un taburete, con un codo apoyado en la barra y con un gintonic medio aguado en la mano. Está visiblemente borracho, pasa de los treinta y está solo. Para estas suertes es ya un viejo marinero, marcado por las cicatrices de toda una vida de oficio. Desde allí, apartado del gentío de la pista, agita los hielos en el vaso y divisa la grandiosidad del paisaje.

Desde la lejanía se divisa una superficie agitada de cabezas palpitantes que vibran al unísono. Pelos, gorras y algún brazo en alto, iluminados intermitentemente por unos potentes relámpagos de neón. El volumen de la música impide pensar, igual que el alcohol, convirtiendo toda la experiencia en una cuestión de sensaciones. La razón, mientras tanto, espera en el guardarropa, colgada de una percha, rodeada del último grito en chaquetas.

Desde lo alto, la multitud se retuerce y salpica. Pero el viejo lobo sabe que, bajo la primera capa superficial, late todavía un mar de carne que se agolpa, de cuerpos sin forma que se pisan y se suman los unos a los otros y, aunque su mirada no alcanza esa oscura profundidad, sabe que si se sumergiera allí, entre los sargazos de la pista de baile, bucearía en una gelatina densa de codos, muslos y zapatillas deportivas que no pertenecen a nadie en concreto.

Desde la soledad de su atalaya, el viejo marinero hace las veces de vigía y bebe sin evitar que la ginebra le resbale por la barba. Piensa que antes, hace muy poco, la borrachera le despertaba simpatía, mientras que ahora, quién sabe desde cuando, despertaba más bien patetismo. Este proceso se había producido de forma tan paulatina que apenas había podido percibirlo y todavía se resistía a asimilarlo. Efectivamente, no es uno de esos marineros musculosos que se sortean las mujeres en las tabernas del puerto. No es uno de esos lobos tatuados que se apuestan el sueldo echando un pulso. Ahora es sólo un perro viejo que husmea y que le ladra al mar y que sueña con un gran hueso que roer hasta que le llegue la muerte. Un cronista amargado que se enfada con la vida para no enfadarse consigo mismo y que escribe lo que piensa para no tener que sentirlo. Un pescador sin suerte que lleva media vida persiguiendo un pez que no existe.

Se seca las gotas de ginebra con la manga de la chaqueta y sigue observando, en silencio, agudizando su olfato depredador. Ha navegado muchos años por las aguas vacías del hedonismo y conoce bien todos los clubes, desde los mármoles de las salas más lujosas hasta el serrín del tugurio más cutre. Todavía recuerda el tiempo en el que sabía manejarse por allí como nadie, entre cubatas y vestidos de fiesta, y sabía sudar como nadie, bailar como nadie y estar más borracho que nadie. También sabía volver a casa tambaleándose, mientras el camino se retorcía y sabía en qué rincones vomitar. Sabía cómo estar contento todo el tiempo y, en los momentos frágiles, sabía bien cómo esconder su desamparo. Aquellos años hermosos de fertilidad y suerte, en que apenas hacía falta tirar las redes por la borda para verlas llenas de peces, los había pasado en aquellas dulces aguas, en una consagración febril, sin saber siquiera lo que buscaba en ellas. Ahora sólo puede seguir bebiendo.

Y soñar, eso si. Sueña con un mar lleno de peces que brincan a su barca. No una de esas piezas emblemáticas que uno cuelga en el despacho, no. Busca la realización personal, algo que justifique toda aquella dedicación a la nada, busca el amor eterno, pero hasta ahora no ha pescado más que un par de calamares. Piensa, tal vez demasiado tarde, que quizá lo que él busca no nada en aquellas aguas tramposas. Pero ahora sólo puede beber y seguir remando.

Para cuando el gintonic se acaba, el camarero ya le ha servido el siguiente. Bajo la luz de los relámpagos puede, por momentos, definir algunos rostros. Personas sin nombre de bordes difusos que se escurren y se escapan a la vista. Si entorna los ojos puede ver, en lontananza, cómo algunos atunes navegan hacia el horizonte. Más lejos, por estribor, un grupo de caballas salta, desordenado y sin rumbo, como si les moviera el mero placer de salpicar. Se agitan alegres y frescas, inconscientes de su propia juventud.

En la barra, la cosa es bien distinta. Allí sólo se ve algún que otro arenque despistado, que pide una copa y regresa rápido por donde ha venido, a las aguas más profundas de la pista de baile. A cien pasos, un tiburón de aletas anchas cerca a un grupo de morenas. Ante la agilidad de su cuerpo cartilaginoso, las morenas apenas tienen tiempo de ver cómo asoman sus incisivos antes de que todo el grupo desaparezca en la corriente. Una de las morenas, desgajada del grupo, se acerca a la barra. Pide un whisky con cocacola y, al girar la mirada de vuelta, el viejo puede ver el brillo en sus ojos oscuros, su piel dorada y brillante, su carne maciza y fresca. Los anzuelos empatados, las carnadas preparadas, el viento sur-sudoeste. El bucanero lanza un hola a la desesperada. Tiembla durante el breve instante que pasa hasta que recibe la respuesta. "Hola". El camarero sirve la copa y ella la recoge al vuelo. Antes de que el marinero pueda lanzar su arpón, ella se gira y plantea “¿Qué te parece si brindamos?” “¿Y por qué brindamos?” “Por lo que quieras”. El pescador no sabe si tiene los pies bien firmes, pero ahora es cuando tiene que poner en juego la poca agilidad que le queda. “Por todos los borrachos de todas las barras de todos los bares del mundo”. Ella bebió y sonrió. Después se perdió en la corriente. Las nubes dejaron un claro por el que se filtró brevemente la luz de la luna, una luz pálida, blanca y brillante, como tamizada a través de una cortina de encaje.

sábado, 12 de septiembre de 2009

LA PUERTA

Se trata de una puerta de madera maciza que data del año 1803. Un portón más bien, de tres metros de altura y casi un palmo de grosor. Está hecha de una sola pieza, tallada directamente del tronco de un árbol, y debe pesar al menos un par de toneladas. No sé bien qué tipo de maderas son esas que se denominan "maderas nobles", ni diferencio el roble del ébano, pero desde luego esta puerta transpira nobleza. El frontal está decorado con unos relieves simétricos y en el centro cuelga una enorme aldaba de hierro con la forma de una gárgola que sujeta un pesado aro metálico en la boca. Bajo la aldaba hay una enorme mirilla circular que gira. El pomo, también de hierro, está hecho a la medida de un gigante. En los complicados arabescos del marco puede apreciarse la mano firme del artesano. También puede apreciarse, de forma más evidente y dramática, cómo el orín de los perros de dos siglos han ido carcomiendo el barniz de los bajos. En el portal, alguien ha colocado un cartel que pone "Ciérrame con cuidado, soy de 1803".

Imagino que el cartel es para evitar que aquella antigüedad se llene de graffittis y navajazos, pero se ve que no ha funcionado muy bien, porque los vándalos han dado buena cuenta de ella. Los vándalos y el tiempo. Los relieves están roídos hasta apenas sobresalir en algunos puntos, el óxido se ha ensañado con los bronces y ha debilitado las bisagras y la leña de la parte superior se ha reducido a serrín después de que varias generaciones de termitas hayan prosperado en ella.

El edificio está ubicado en uno de los suburbios más lúgubres de la ciudad. Yo me acababa de mudar hacía una semana y ya había presenciado varios atracos y peleas. Los vagabundos preparaban sus camas de cartón en los portales colindantes, las bandas de latinos hacían suyas las aceras y los yonkis se agazapaban en los garajes, a quemar plata en los rincones más oscuros. A veces, alguno reunía las pocas fuerzas que le dejaba el caballo y salía de su guarida para atracar a algún señor despistado o algún chaval indefenso. En fin, un lugar encantador.

Yo había pasado un día realmente jodido, después de caminar arriba y abajo todas las calles de la ciudad. En serio, realmente jodido. A media tarde había descorchado una botella y desde entonces no había parado de beber y caminar, así que ahora estaba sucio y cansado. Sucio, cansado y borracho.

Al llegar frente a la puerta y meter la llave en el cerrojo escuché ruidos dentro, como de pelea o discusión. Es raro que la prudencia le visite a uno cuando está borracho, pero el caso es que antes de abrir eché un vistazo por la mirilla y distinguí a dos figuras que se enzarzaban en la oscuridad. Ahora escuchaba más nítidamente los sollozos de una mujer. Un hombre grande, ahora más nítido, sujetaba a una chica por la fuerza y la acorralaba en un rincón. Le había dado la vuelta y le aplastaba la cara contra la pared con una mano mientras con la otra le bajaba las bragas. La chica ni siquiera tenía la boca tapada, pero no emitía más que unos sonidos tenues, nerviosos, poco más que una respiración fuerte. Imaginé que el miedo le impedía gritar, pero también se me pasó por la cabeza la posibilidad de que todo aquello fuera una maniobra consentida y que aquella pareja disfrutara amándose de aquel modo tan hermoso.

No quería pasarme de listo y chafarle el polvo al vecino, así que eché un segundo vistazo y vi como el maromo se sacaba la minga de los pantalones, mientras la chica se revolvía como un calamar. Él la agarró por el pelo y le golpeó la cabeza contra la pared. La chica gritó y el tipo aplastó todo su cuerpo contra ella. Le separó las piernas como pudo. Yo no estaba en mi momento más lúcido, pero aquello me parecía demasiada perversión. La llave estaba ya en el cerrojo, así que bastaba con girarla suavemente y abrir de golpe para dejar noqueado al tipo y acabar con aquel numerito que me impedía subir a mi casa. El caso es que empujé con todas mis fuerzas y la puerta se salió de sus goznes, cayendo pesadamente. El suelo retumbó con el impacto y el estruendo debió despertar a todo el vecindario. Era como si acabara de estallar una bomba. En el portal se levantó una densa nube de polvo blanco que tardó un instante en disiparse.

El gran bloque de madera centenaria yacía en el suelo, partido en dos mitades y por uno de los extremos sobresalían las piernas del fulano. Una de ellas temblaba de forma compulsiva, como un pez que agoniza fuera del agua, probablemente un movimiento reflejo producido por el pinzamiento de algún nervio. Por el suelo empezó a extenderse un charco de sangre de color negro. Tuve que recular un paso para que no llegara hasta mis zapatos. La chica todavía seguía en la misma posición, de pie, girada contra la pared. La puerta estaba sólo a un par de centímetros de sus tobillos. Todavía le temblaban las piernas cuando se giró para ver el percal. No gritó. Se quedó congelada, intentando controlar la respiración. Después recobró la consciencia y alzó la vista hacia mí. En un arrebato histérico, saltó encima de la puerta con sus zapatos de tacón, pisó el cuerpo del colega y se arrojó en mis brazos. Empezó a besarme la cara. Todavía tenía una teta fuera y las bragas le colgaban por las rodillas. A mi ese gesto me había pillado desprevenido y por un momento pensé que quería que terminase la faena, pero después masculló un gracias y entendí que simplemente me había confundido con un héroe.

No tardaron en llegar los coches de policía y se armó un buen revuelo. Necesitaron a cuatro hombres para levantar la puerta y una espátula para despegar del suelo los trozos del violador. Vi cómo apartaban los trozos de la madera, reducidos a astillas, y ya no quedaba en ellos ni el mínimo asomo de nobleza. Uno de los agentes me hizo unas preguntas pero yo todavía estaba borracho y creo que le mandé a la mierda. Mientras metían a la chica en la ambulancia no pude evitar sentirme un poco triste por aquella majestuosa puerta. 

lunes, 7 de septiembre de 2009

EL VAGABUNDO

Estaba sólo, de pié en aquel lugar vacío, cubierto por un espeso manto de flores que me llegaban hasta las rodillas. El paisaje era tan idílico que casi parecía un sueño cursi, en serio, era una fantasía empalagosa: pequeñas florecillas blancas que lo cubrían todo a mi alrededor, hasta donde me alcanzaba la vista. Era como un puñetero anuncio. Así era. Tan bonito que resultaba ridículo.


El aire permanecía inmóvil, pesado, dándole a todo una atmósfera todavía más irreal, si cabe. Joder, me gustaría que pudierais verlo para que comprobaseis que no estoy exagerando. Aquello era una puta postal y yo estaba justo en el medio. De verdad, costaba aguantar la risa. El silencio era tan denso que podía escucharse la propia respiración. Diablos, era como si hubieran detenido el tiempo, como si una enrome roca, de varias toneladas, flotara en el vacío. Una sensación sobrecogedora.


Frente a mi se erigía aquel gigantesco edificio de colores, en medio de la jodida nada. Un coloso multicolor, un cíclope chirriante, una masa de hormigón sólida, con todo el espectro de tonalidades combinadas al azar. Un inmenso monumento al mal gusto. En serio, aquella cosa era una amenaza plástica, de una fealdad insultante, tan exagerado y tan fuera de lugar que resultaba ofensivo. 


En fin, todo aquello parecía una broma enorme a la que era imposible permanecer indiferente. La imagen era tan elocuente por si misma que me había acercado para capturarla. Estuve varios minutos vagando por los alrededores con la cámara, sacando fotos aquí y allá. Fotos tan solemnes que parecían hechas en un decorado de cartón. Algo tienen de inquietante los solares como este. Algo tienen la soledad y el silencio que reina en estos sitios baldíos. Algo que excita y emociona y que te hace sentir extraño, como si, por alguna razón, estuvieras donde no deberías estar. 


Miraba alrededor y no veía ni el mínimo indicio de vida humana. Avanzaba entre las flores y pulsaba el disparador. El mecanismo de la cámara era lo único que producía algún sonido y parecía extrañamente amplificado. Cada vez me acercaba más al monstruo: ahora estaba casi a sus pies. De pronto, mientras enfocaba, percibí un movimiento en una de las ventanas. Una sombra fugaz en las galerías del primer piso.


En medio de aquel silencio de sepultura se escuchó la voz de una niña de ocho años que, a pesar de hablar en susurros, desgarró la atmósfera e inundó todo el solar con su sonido. "Mamá ahí fuera hay un señor. Parece un vagabundo, pero lleva una cámara".


domingo, 30 de agosto de 2009

Sólo un momento

El vagón estaba tan lleno como de costumbre, pero tras algún que otro empujón conseguí salir al andén. Los pasillos del metro estaban inundados de caras anónimas que ya estaba acostumbrado a ignorar. Caras de otras personas, ajenas, impenetrables. Caras con historias que jamás se mezclarán con la mía. Los que os hayáis detenido a mirar esas caras sabéis perfectamente de qué hablo. Caras como fotografías, sólo un rostro en silencio, que oculta una vida completa pero que no está dispuesta a desvelarla. Sentimos a veces ese prúrito, ese impulso, de burlar al destino y agarrar a ese rostro y retenerlo para convertirlo en persona, zarandearlo para que nos cuente su historia, todo lo que queremos saber e ignoramos. Cuando no lo hacemos, que es casi siempre, vemos como el rostro se pierde para siempre en la marea del tiempo. Se borra y desaparece, como si nunca hubiera existido. Tan potente es el olvido como la propia muerte, y por eso, en el fondo, luchamos contra ambos con todas las fuerzas que nos da nuestra escasa vida. 


Al salir al pasillo principal empezó a flotar en el ambiente una música de organillo digital en la que se reconocía una popular sintonía de copla. La voz de una mujer, indescifrable bajo los propios acoples del altavoz, cantaba la letra con un perceptible acento del este, convirtiendo aquella cantinela en una pieza de lo más exótico, por el mestizaje casual. Una copla en ruso: el resultado de una globalización obligada. Tan casual y tan poético, tan efímero y tan poco trascendente que casi podríamos hablar de belleza...


En las escaleras mecánicas, me agolpé con una jauría de personas, o más bien de codos, de cuerpos informes que se acumulaban en línea para subir. Concentrado en hacer fuerte mi posición, me sorprendió una mano que me agarraba con fuerza y sin mediar palabra. Una mano que se sujetaba a la mía con confianza, con determinación. Era una niña de seis años que compartía el escalón conmigo y que, mientras se miraba a los pies para no tropezar con los escalones, me confundió con su padre, que seguramente era el tipo que estaba delante de nosotros. Miré a la niña, que todavía se miraba los pies, mientras me sujetaba la mano, y dejé pasar un larguísimo segundo sin atreverme a llamar su atención. No supe que hacer. Permanecí literalmente desarmado. Aquel momento, más que gracioso, me pareció casi mágico.


Pasó una docena de segundos sin que la niña se percatase de su equivocación. Doce segundos de congelación, de completo silencio, en el que miré a la niña varias veces, sin saber bien cómo abordar la situación. Permanecí inmóvil en mi escalón, pegado a ella, mientras la escalera mecánica continuaba avanzando. Casi al llegar al final del tramo, la niña levantó la mirada y comprobó el error. En el tumulto, había confundido mi mano con la de su padre. Estaba sujeta a la mano de un completo desconocido, de un barbudo extravagante, pero no se asustó, en absoluto. Nuestras miradas se cruzaron y al momento los dos reaccionamos. Simplemente nos soltamos sin decir nada y la niña subió al siguiente escalón para alcanzar a su verdadero padre. 


Efectivamente, existe algún tipo de relación entre la poesía y el error. Las equivocaciones, igual que las mentiras, tienen algo que las emparienta con los trucos de magia. Crean la ilusión de que está sucediendo algo que en realidad no es verdad. Durante aquel momento, yo viví aquella equivocación, mientras sujetaba la mano de aquella niña. Os parecerá una chorrada, pero durante el tiempo que la niña tardó en darse cuenta, yo fui su padre. Luego, como siempre, ya vino la verdad para disolver el sueño.